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El Género y la Constitución

La trayectoria constitucional da cuenta de una definición sexuada de individuo que ha excluido a las mujeres de la plenitud de derechos. La igualdad como autonomía individual las excluyó de la ciudadanía, porque eran por naturaleza dependientes, no eran dueñas de sí mismas y, por ende, menos podrían gobernar a otros. Por otro, los esfuerzos constitucionales por salvaguardar la autonomía individual sobre el supuesto de persona como un sujeto clausurado sobre sí mismo y que no debe ser intervenido por la sociedad, han expuesto la vulnerabilidad de los derechos respecto de la mujer si ella sigue siendo considerada como naturalmente a cargo del cuidado de otros.

Desde los orígenes de la democracia moderna, existe una tensión permanente entre el principio de igualdad y la traducción política-institucional de este valor respecto de otros. La abstracción de este principio en las primeras constituciones políticas reconoció sólo distinciones entre quienes eran individuos autónomos y quienes, en cambio, eran personas dependientes que por esta razón carecían de derechos políticos y poseían los civiles sólo de un modo parcial. Esto era consecuencia directa de la nueva comprensión secular del poder político como la capacidad de autogobernarse. El criterio de independencia contenido en la comprensión del sujeto político como quien posee voluntad autónoma operó para responder a las urgentes interrogantes sobre a quiénes otorgar cuáles derechos. Las mujeres no podían participar de la comunidad soberana, porque ellas formaban parte de esas categorías de personas que carecían de autonomía. Y, en su caso, esta dependencia estaba dada por naturaleza. No era necesario, por ende, que las constituciones de 1833 y de 1925 introdujeran distinciones de género, pues era evidente el significado masculino de la ciudadanía y el estatus subordinado de la mujer en la sociedad. La exclusión de las mujeres fue una omisión tan obvia que, en cambio, sí fueron nombradas en el texto constitucional otras categorías de personas consideradas dependientes, pero que sí podrían llegar a ser sujetos autónomos: Tal fue el caso de los sirvientes llamados domésticos, quienes eventualmente podrían poseer el derecho a sufragio si eran hombres, alcanzaban la mayoría de edad, sabían leer y escribir y poseían una propiedad inmueble, capital o renta (Const. 1833, Cap. IV, art.8; y Const. 1925, Cap. II, art.7, que eliminó el requisito censitario).

Pero sería anacrónico interpretar el estatuto jurídico dependiente de la mujer como mera hipocresía y marginación política. Por cierto que los requisitos de propiedad no fueron el obstáculo —las mujeres poseían bienes y en determinadas circunstancias podían disponer libremente de éstos—, ni tampoco de alfabetización en una sociedad en la que sólo una ínfima proporción sabía leer y escribir; sino que las mujeres eran personas que no correspondían plenamente a la noción de individuo, porque no eran dueñas de sí mismas. Siendo así, no podían elegir ni ser elegibles para gobernar a otros. Ellas pertenecían a la nación, eran chilenas, habitaban en un domicilio, pero no eran personas moralmente implicadas, es decir, responsables.

Las consecuencias de este criterio de igualdad como autonomía individual fueron expresadas con nitidez en la organización civil de nuestra sociedad que, desde mediados del siglo XIX, ha ubicado y reforzado la posición de la mujer en el hogar redefinido como el espacio de la familia y de la privacidad (objeto de un próximo artículo). Así, ha sido construida una frontera —que ha experimentado desplazamientos y alteraciones— entre el orden de las relaciones sociales en un sentido amplio y el de las relaciones naturales que apreciaríamos en la familia. Y esta metáfora de la separación entre las esferas pública-política y privada-doméstica es una cuestión política que no puede reducirse sólo a los debates sobre la participación y representación políticas de las mujeres (sin mencionar otros indicadores que registran la brecha de género en otros ámbitos de la sociedad). Esta dimensión práctica de la igualdad de género se concretó en la demanda por la paridad en la Convención Constitucional y su corolario sería la capacidad de integrar la comprensión específica que las mujeres tendríamos de la sociedad que queremos, legitimando el debate constitucional y enriqueciendo la democracia.

La trayectoria constitucional da cuenta de cómo se ha recogido una definición sexuada de individuo, y no sólo del ciudadano, que históricamente ha excluido a las mujeres de la plenitud de derechos. Sin embargo, esta perspectiva nos permite advertir también que las posibilidades de autonomía jurídica para las mujeres fueron abiertas, precisamente, por la abstracción del principio de igualdad. En teoría, la noción de individuo fue entendida como una personalidad y los derechos como parte integrante de ésta. Pero, y esta fue la primera cuestión de género, la concreción del individuo ciudadano en un ser masculino e independiente fue un molde a la medida de algunos. No obstante, y este es un matiz relevante para el presente debate constitucional, la perspectiva individualista original nos recuerda como Condorcet, uno de los pocos ideólogos de la Revolución Francesa que argumentó a favor de la mujer, entendió dicho principio: o todos los individuos de la especie humana tenían los mismos derechos, o ninguno. Su posición fue minoritaria, pero ha sido la negación teórica de las diferencias entre seres humanos lo que ha mantenido abierto el camino para el pleno reconocimiento de derechos sin discriminación de ningún tipo.

Ha sido esta noción universal de individuo la que ha borrado paulatinamente, con un inexcusable sufrimiento humano, las distinciones legales respecto de todo tipo de diferencias sociales, religiosas, políticas, étnicas, entre otras; las de género, no obstante, han demostrado una tenaz persistencia. Por ello, desde otro ángulo, se argumenta que el orden político-institucional al no considerar que la diferencia sexual sí es constitutiva de lo social, perpetúa formas de inequidad de género. Esta es la perspectiva que fundamenta legislar mecanismos de discriminación positiva que diluyan el carácter histórico y estructural de dicha desigualdad. En esta dirección cabe entender la reforma del año 1999 a la Constitución de 1980, la cual reiteró que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, desechando la palabra hombres en referencia a la humanidad que aparecía en el texto original (Const. 1980, art. 1, inc. 1°); e introdujo, por primera vez, que hombres y mujeres son iguales ante la ley (Const. 1980, art.19, inciso 2°; ley de reforma constitucional 19.611). Puede que esta nueva expresión ya haya perdido pertinencia porque, si bien históricamente las sociedades occidentales han entendido al sexo de forma binaria como hombre/mujer, en la actualidad la biología ha identificado al menos cinco sexos distintos. Es así como ciertos elementos normativos que están en juego y que se expresan en una constitución se desestabilizan y vuelven atinado pensar si deberíamos introducir significados específicos al principio de igualdad o éstos estarían mejor ubicados en otro nivel legislativo.

Mirar la trayectoria constitucional que nos ha traído hasta este punto ilumina también un riesgo presente: cuánto de nuestra protección constitucional ha sido un esfuerzo por salvaguardar la autonomía individual sobre el supuesto de que la persona es un sujeto clausurado sobre sí mismo y que no debe ser intervenido por la sociedad. Estos límites como derechos en torno a las personas han estructurado nuestras relaciones sociales, pero el énfasis puesto en individuos separados entre sí también ha debilitado esas mismas fronteras respecto de la mujer porque de ella, «por naturaleza», dependería el cuidado de otros. Por ende, hoy, una vez que las mujeres hemos adquirido la plenitud de los derechos, importa discutir los significados de éstos y las implicancias de una nueva constitución respecto del ámbito personal.

Esta discusión no sólo es técnica, sino que también teórica, porque introducir distinciones, de cualquier tipo, entre las personas a nivel constitucional implica hacer exclusiones. Por un lado, la igualdad de género ha sido corolario del principio de igualdad universal y de la condena a todo tipo de discriminación arbitraria; por otro, establecerla específicamente abriría un espacio nuevo para discutir sobre el significado político del género cuyo riesgo sería reducirlo a las preferencias individuales. La perspectiva histórica nos advierte de este significado al dar cuenta de cómo una Constitución expresa las concepciones que tenemos de nuestras experiencias humanas, de lo que debieran ser, a la vez que las regula. La ley configura, por tanto, instituciones tales como normas, leyes, discursos y prácticas determinantes respecto de lo que significa pertenecer a un sexo en particular y nos transforma al mismo tiempo que la creamos.

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