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Hoja en Blanco

El proceso para elaborar una nueva Constitución eliminó el favor por el status quo que caracteriza al procedimiento para reformar la actual Constitución. Esto plantea desafíos para la negociación de un texto constitucional coherente, que deberán ser enfrentados por el reglamento de votación de la Convención.

‹Hoja en blanco› es una metáfora. Ni el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, de 15 de noviembre de 2019 ni el procedimiento para elaborar una nueva Constitución creado en cumplimiento de dicho acuerdo utilizan dicha expresión. Como buena metáfora que es, la hoja en blanco representa algo. Pero como suele ocurrir con las metáforas, no es manifiesto qué sea exactamente lo representado. Cierta ambigüedad inherente al carácter metafórico de la expresión ‹hoja en blanco› ha permitido que en ella se vean distintos fenómenos. En lo que sigue, mostraremos estos distintos fenómenos, explicando para cada uno de ellos su verdadero alcance.

Todos los fenómenos asociados a la hoja en blanco tienen su origen en dos reglas que rigen para el proceso de elaboración de la nueva Constitución. La primera regla exige que la Convención (Mixta) Constitucional (en adelante, la Convención) apruebe por dos tercios de sus miembros las normas del proyecto de nueva Constitución (Constitución Política, artículo 133, inciso tercero). La segunda, establece que una vez promulgada la nueva Constitución queda derogada la actual (Constitución Política, artículo 142, inciso décimo). Estas dos reglas se encuentran vigentes y son parte del marco que regula el proceso para establecer una nueva Constitución. Esto está fuera de discusión. Estas reglas, sin embargo, no establecen el modo en que debe votarse por la Convención el texto de la nueva Constitución. Y aquí sí hay controversia. Es precisamente en relación con esos efectos que se ha recurrido a la metáfora de la hoja en blanco.

El efecto del silencio constitucional

Del juego de ambas reglas puede resultar, y de seguro así ocurrirá, que aspectos regulados en la actual Constitución no queden comprendidos en la nueva, sea porque no haya interés mayoritario en incluirlas, sea porque tal interés no obtenga el respaldo de dos tercios de los miembros de la Convención para incluir las normas respectivas. La posibilidad cierta de que esto ocurra obliga a preguntarse qué ocurre en tales casos o, con mayor precisión, en qué condición jurídica quedan las materias así ‹desconstitucionalizadas›.

La respuesta a esta cuestión es sencilla: las materias que la Constitución no regula, pueden regularse por ley. Estas leyes, naturalmente, deben respetar lo establecido en la Constitución. En esto no hay misterio ni novedad. Así ha sido siempre. La actual Constitución nada dice sobre los derechos de los consumidores. Naturalmente la ley ha podido reconocer y regular tales derechos. Hasta 1828, las constituciones regularon la situación en que se sospecha de la parcialidad de un juez (recusación) (véanse la Constitución Política del Estado de Chile de 1822, y la Constitución Política del Estado de 1823). La Constitución de 1828, y asimismo las de 1833, 1925 y la actual, guardaron silencio sobre esa materia, que desde entonces ha sido regulada exclusivamente por la ley (Código de Procedimiento Civil y Código Orgánico de Tribunales). Y para ofrecer otro ejemplo, la actual Constitución no establece si los senadores y los diputados deben elegirse mediante un sistema electoral mayoritario o uno proporcional. Es la ley la que regula esta materia. Y en este punto es interesante destacar que originalmente el sistema binominal sí estaba constitucionalmente prefigurado para la elección de senadores. La reforma constitucional de 2005 desconstitucionalizó esta materia.

No existe una definición de las materias que necesariamente deban estar en la Constitución. La actual Constitución regula ciertos aspectos de las Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública, pero la mayoría de las constituciones no regula esta materia. Lo mismo puede decirse del Ministerio Público y la Contraloría General de la República. En consecuencia, el hecho de que estas u otras materias no sean reguladas en la nueva Constitución, no constituye por sí mismo un problema de carácter técnico. Como se ha dicho, en tal caso corresponderá al legislador regular tales materias.

Hay sin embargo un extremo en el cual la falta de regulación sí constituiría un problema técnico. Tal ocurriría si la nueva Constitución no regulara suficientemente la forma de dictar leyes. Pues como se ha afirmado, los silencios de la nueva Constitución serán suplidos por la ley futura. Pero eso exige tener reglas suficientes para constituir a la autoridad legislativa y que establezcan el procedimiento para aprobar y promulgar una ley. En este sentido, una Constitución que solo tuviera un artículo («Chile es una república democrática») sería incapaz de cumplir las funciones esenciales que de ella se espera. Tal escenario sería tan desastroso que su realización resulta inimaginable. Y, en todo caso, difícilmente semejante constitucional resultaría aprobada en el plebiscito ratificatorio.

Por otra parte, el hecho de que ciertas materias puedan ser ‹desconstitucionalizadas› de manera que su regulación quede sujeta a leyes futuras, no significa que se produzca un vacío regulatorio mientras tales leyes no se dicten. Por regla general, las materias hoy reguladas en la Constitución cuentan con legislación complementaria. Así por ejemplo, una ley complementa la regulación constitucional del Ministerio Público. Y el Código de Aguas (una ley) regula la muy escueta, aunque determinante disposición constitucional de que «Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos» (Constitución Política, artículo 24 inciso undécimo).

Tomemos este último ejemplo. Si la nueva Constitución nada dice sobre las aguas, no habría vacío regulatorio alguno. El Código de Aguas seguirá vigente mientras no sea derogado. Por cierto, la ley podría luego modificar o derogar dicho código y reemplazarlo por otro. Pero mientras eso no ocurra, seguirá vigente. Lo mismo vale para el del Ministerio Público, la Contraloría General de la República, las Fuerzas Armadas, Carabineros de Chile, la Policía de Investigaciones de Chile y el Banco Central. Probablemente la única excepción sea el Consejo de Seguridad Nacional, institución que es inusual en el mundo. Dicho Consejo solo existe en la actual Constitución, de manera que desaparecería si la nueva Constitución no lo establece. Por cierto, ningún efecto práctico o jurídico de consideración se seguirá de su desaparición.

Coherencia de las Normas Constitucionales

La Constitución dispone en su artículo 133 que «La Convención deberá aprobar las normas y el reglamento de votación de las mismas por un quórum de dos tercios de sus miembros en ejercicio». Se ha asumido que esto significa que en algún momento, cada norma propuesta debe ser votada separadamente y obtener el favor de dos tercios de los convencionales para incorporarse al proyecto de nueva Constitución que luego se someterá a aprobación plebiscitaria. Hay sin embargo al menos dos razones para estimar que tal votación particularizada resulta insuficiente.

Toda regulación debe ser coherente. La coherencia se manifiesta en distintos niveles. Una norma que establece que el Presidente de la República es elegido por un período de 4 años está contradicción con otra que señala que dicha autoridad ejerce el cargo por 5 años. Esta es una contradicción manifiesta. Pero hay incoherencias menos evidentes, pero no por ello menos importantes. Aunque la regulación constitucional de las nuevas gobernaciones regionales no es contradictoria con disposición constitucional alguna, ella parece inconsistente con el actual diseño constitucional del gobierno. Esta inconsistencia debe resolverse en la ley, pero la solución puede ser difícil y, probablemente, disfuncional. Este tipo de inconsistencias es particularmente delicado tratándose de los poderes del Estado. Un gobierno constitucional debe ser a la vez eficaz (poderoso) y respetuoso de la libertad. Esto solo se logra mediante delicados equilibrios. Cualquier incoherencia puede traducirse luego en ineficacia o despotismo. La coherencia exige redactar y aprobar las disposiciones en conjunto, no separadamente.

Por otra parte, una norma no solo adquiere su sentido mediante el texto que la establece, sino por el conjunto de normas que le dan contexto. Supóngase una norma que permita a la Cámara de Diputados citar a un ministro de Estado a responder preguntas (interpelación). Suponga ahora la siguiente alternativa de normas:

  • · Sólo el Presidente de la República puede remover a los ministros de Estado, o
  • · Los ministros de Estado pueden ser removidos tanto por el Presidente de la República como por la Cámara de Diputados, con el voto de la mayoría de sus miembros en ejercicio.

Resulta evidente que la interpelación adquiere un sentido completamente distinto según se reconozca o no a la Cámara la facultad de destituir a los ministros de Estado. Por esta razón, ambas normas debieran discutirse en conjunto, pues ellas se influyen recíprocamente.

El silencio también determina el sentido de las normas. Considérese por ejemplo una norma que reconozca el derecho a una vivienda justa. Esta norma puede ir acompañada de otra que permita recurrir a los tribunales de justicia para reclamar su amparo. En tal caso, se habrá entregado a los jueces competencia para determinar qué constituye una vivienda justa y para adoptar decisiones con un significativo impacto en los presupuestos públicos, todo ello en perjuicio de la Administración Pública y del legislador. Si, por el contrario, dicho derecho no es acompañado de un recurso a tribunales, corresponderá precisamente al legislador y al gobierno establecer los programas sociales que determinen su contenido. Por tal razón, resulta irracional discutir separadamente las normas que reconocen el derecho y que establecen el recurso.

Existen así razones poderosas para discutir las normas constitucionales en conjunto. Esto, sin embargo, está en tensión con la idea de que cada norma propuesta debe ser votada separadamente. Mal puede un miembro de la Convención votar por una norma cualquiera cuyo sentido depende de la aprobación o rechazo de la norma que se votará a continuación. En rigor, en tal caso el voto racional sería condicional: «voto a favor de esta norma a condición de que resulte luego aprobada tal otra norma». Pero esta posibilidad no existe, pues los votos son puros y simples: aprobación, rechazo o abstención.

En la práctica legislativa ordinaria esta dificultad se salva por dos vías. En primer lugar, la discusión de normas particulares se produce siempre sobre un trasfondo normativo general. Este trasfondo, el ‹contexto›, dota de sentido a dichas normas. Cuando se trata de reformas puntuales a un cuerpo legal, ese contexto está dado por el conjunto de las disposiciones de dicho cuerpo que no se pretende reformar (contexto inmediato), y por el conjunto de las demás normas jurídicas que de alguna manera inciden en el asunto de que se trata (contexto mediato). Así, si solo se trata de modificar la tasa del impuesto al valor agregado, el sentido de la reforma propuesta estará dado por todas las normas que definen qué operaciones quedan afectas al impuesto, sobre qué valor se calcula el impuesto a pagar, quién lo debe pagar y retener, qué créditos se reconocen contra el impuesto, dentro de qué plazo se debe pagar, qué sanciones se imputan al incumplimiento, etc.

Cuando se trata de reformas generales a una materia, o de regular un asunto que hasta el momento no se encontraba regulado, el contexto inmediato ya no está dado por la ley que se pretende reformar, pues o ella no existe, o la reforma que se propone es tan general que la ley vigente quedará derogada o tan transformada que ya no podrá dotar de sentido a las normas nuevas. En estos casos, el contexto inmediato viene dado por el proyecto de ley. En efecto, el procedimiento legislativo solo se puede activar mediante la presentación de un proyecto de ley. De manera que llegado el momento de discutir una por una (en particular) las normas del proyecto, ellas adquieren sentido no solo por lo que cada una de ellas dice, sino por sus relaciones con las demás normas del proyecto (y, mediatamente, con todas las normas vigentes no sometidas a reforma y que de algún modo se relacionan con la ley en discusión).

Por cierto cuando se trata de regular un asunto hasta entonces no regulado, o de reformar ampliamente una ley, el contexto inmediato es menos estable que cuando se modifica una ley puntualmente. La razón es evidente: las normas de una ley que no se propone modificar seguirán vigentes y, por tanto, proveen un contexto estable. Por el contrario, las normas del proyecto de ley no solo no están vigentes, sino que pueden ser modificadas durante la tramitación de la ley. De manera que un parlamentario puede votar a favor de una determinada disposición asumiendo que también se aprobarán otras normas del proyecto que complementan su sentido. Pero nada garantiza que esto vaya a ocurrir. Aquí, sin embargo, aparece la segunda vía para introducir racionalidad en la tramitación legislativa. Diversos mecanismos determinan, por una parte, que las disposiciones legales no se voten una sola vez. Se votan en general y en particular; en comisión y en sala; en la Cámara y en el Senado. Estos mecanismos favorecen (no aseguran) la aprobación de un texto consistente.

En este sentido, la elaboración de un proyecto de nueva Constitución por la Convención es triplemente problemático: a) no hay contexto estable, ni inmediato (pues no se trata de reformar la actual Constitución, sino de sustituirla) ni mediato (pues el resto de las normas jurídicas no dotan de sentido a la Constitución, sino que quedan a su merced); b) el procedimiento se activará sin que necesariamente existan proyectos de nueva Constitución que ofrezcan a la discusión un contexto inmediato, aunque inestable; c) no hay un procedimiento de discusión y aprobación que favorezca la coherencia entre las normas que se aprueben, como tampoco con el silencio que resulte.

El primero de estos problemas, al que bien se lo puede llamar metafóricamente ‹hoja en blanco›, es consustancial al proceso que se ha puesto en marcha con la convocatoria a plebiscito en octubre de 2020. Los otros dos, sin embargo, dan cuenta de la situación actual. Pero lo cierto es que la propia Convención deberá aprobar, por dos tercios de sus miembros, un ‹reglamento de votación› (Constitución Política, artículo 133, inciso tercero). Y este reglamento deberá contribuir a disipar ambas dificultades.

Racionalidad en la Negociación Política

En la sección anterior vimos que diversas normas constitucionales se encuentran relacionadas entre sí por su sentido. Pero ellas también pueden encontrarse relacionadas entre sí político-estratégicamente. Para cualquier posición política habrá ciertas cuestiones que no está dispuesta a transar, otras que son importantes pero negociables y, por último, cuestiones a las que no atribuye mayor importancia. Las primeras tienen el potencial de hacer fracasar la negociación: si una minoría superior a un tercio de los miembros de la Convención no está dispuesta a transar ciertas posiciones que chocan con posiciones igualmente rígidas de la mayoría, no hay acuerdo posible. En semejante escenario no hay proyecto de Constitución ni plebiscito ratificatorio y la actual Constitución proyectaría su vigencia indefinidamente.

Analicemos el escenario alternativo. Existiendo posibilidad de acuerdo, el que este se produzca dependerá de que se den condiciones que favorezcan una negociación racional. La clave aquí se encuentra en aquellas cuestiones que los grupos que compiten por distintas normas constitucionales estiman importantes, pero negociables. Supongamos dos normas constitucionales: escaños reservados para pueblos indígenas en la Cámara de Diputados y propiedad constitucionalmente garantizada sobre los derechos de aprovechamiento de aguas. Un primer grupo favorece la primera norma y rechaza la segunda. Este rechazo representa además una posición que no está dispuesto a transar. El segundo grupo se opone a los escaños reservados y pretende obtener reconocimiento reconocimiento constitucional de la propiedad sobre los derechos de aprovechamientos de aguas. En estas condiciones, no hay acuerdo a menos que el segundo grupo acepte los escaños reservados. Pero difícilmente hará tal a menos que obtenga algo a cambio. De manera que el acuerdo solo será posible si la negociación vincula los escaños reservados con los derechos de aguas.

La regla de aprobación por dos tercios, por sí sola, no permite esta vinculación. Para todo miembro de la Convención resulta racional asumir que ningún miembro votará a favor de normas con las que no esté de acuerdo desde el principio. Eso hace imposible cualquier negociación. Pareciera que sólo resultarían aprobadas normas con las que dos tercios de la Convención estuviera espontáneamente de acuerdo. En verdad, ni siquiera eso ocurriría. Porque si bien es cierto que sin duda habrá dos tercios de la Convención dispuestos a aprobar normas como «Chile es una república democrática» y «En Chile no hay esclavos», pocos estarán dispuestos a que la Constitución solo contenga esas disposiciones que concitan amplio consenso: no habrá disposición a aprobar norma constitucional alguna mientras no exista siquiera un principio de acuerdo sobre la forma de distribuir el poder político.

Antes afirmé que el silencio constitucional no es, por regla general, técnicamente problemático. Pero esto no significa que no pueda ser políticamente problemático. Es cierto que la ley puede suplir ese silencio. Pero también es cierto que las leyes en general se aprueban por una mayoría de los parlamentarios presentes. La nueva Constitución, en cambio, puede quedar sujeta a un quórum de aprobación más alto (aunque esto es algo que la propia Convención deberá decidir). Al dejar una materia fuera de la Constitución, ella queda entregada a la política ordinaria. Para cierto sector excluir una determinada materia de la política ordinaria puede ser tan importante que de lo contrario no esté dispuesto a aprobar norma alguna. Si no hay espacio para que tales posiciones se expresen y se negocien, la posibilidad de acuerdo desaparece.

Aquí caben dos posibilidades. La primera, que el reglamento de votación que debe darse la Convención establezca un procedimiento que favorezca la negociación. La segunda, si el reglamento no logra establecer tal procedimiento, ocurrirá de facto: ninguna norma será aprobada mientras no haya acuerdo de dos tercios de la Convención sobre el texto propuesto. Esto significa que los miembros de la Convención evitarán dar su aprobación formal a las normas propuestas. Sólo manifestarán su disposición a votar a favor si el texto final les parece aceptable.

La Tradición y la Experiencia

En la opinión pública ha surgido otra interpretación de la metáfora de la hoja en blanco. Se ha querido ver en ella, especialmente para rechazarla, la idea de que la nueva Constitución debe ser redactada desconociendo la tradición constitucional chilena. Este rechazo es como la lucha del Quijote contra gigantes, que no resultaron ser más que molinos de viento: ni el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, de 15 de noviembre de 2019, ni el procedimiento para elaborar una nueva constitución creado en cumplimiento de dicho acuerdo, prohíben desconocer la tradición constitucional chilena. ¿Cómo podrían hacerlo?

Pero es importante advertir dos puntos. En primer lugar, la tradición no tendrá en el procedimiento de elaboración de nueva Constitución un privilegio formal. En otras palabras, el hecho de que una norma sea parte de la tradición constitucional chilena no la exime de la necesidad de recibir el voto favorable de dos tercios de los miembros de la Convención para ser incorporada en el proyecto de nueva Constitución.

En segundo lugar, la circunstancia de que una norma sea parte de la tradición constitucional chilena no la exime de la crítica. Es perfectamente posible que algunos problemas constitucionales se deban precisamente a la mantención de normas tradicionales que, sin embargo, resultan disfuncionales. En este sentido, la tradición constitucional ciertamente pesará en las deliberaciones de la Convención, pero no necesariamente siempre a su favor.

La Constitución es un acto de voluntad. Pero una Constitución que aspire a ser algo más que expresión de nuestros deseos, que tenga posibilidades ciertas de arraigarse y de favorecer una práctica política legitimada, debe ser algo más que un acto de voluntad. La Constitución debe ser funcional. Es por ello que la experiencia constitucional, no solo chilena sino también la comparada, debiera ser considerada por la Convención. Por cierto, esto es algo que no puede imponerse por reglas. Dependerá tanto de la capacidad de la opinión pública para traer esta experiencia a la discusión chilena, así como de la receptividad de los miembros de la comisión hacia esa experiencia.

El Reglamento de Votación

Como se ha expuesto en las secciones anteriores, hay al menos dos dimensiones en que la hoja en blanco es problemática: ella pone en riesgo la coherencia de las normas constitucionales y dificulta su negociación en el seno de la Convención. El reglamento de votación puede moderar ambos problemas. En este sentido se ha sugerido la necesidad de que con posterioridad a la aprobación en particular de las normas particulares (primera ratificación), el texto del proyecto sea sometido a una aprobación final general por la Convención (segunda ratificación).

En contra de esta sugerencia se ha afirmado la inconstitucionalidad de esta doble ratificación, pues la actual Constitución, al exigir que las normas del proyecto de nueva Constitución sean aprobadas por dos tercios de los miembros en ejercicio de la Convención, habría excluido dicha doble ratificación (Constitución Política, artículo 133, inciso tercero). A lo que se suma que la Constitución expresamente prohíbe a la Convención «alterar los quórum» y «procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos» (Constitución Política, artículo 133, inciso cuarto). Esta posición, sin embargo, no es persuasiva.

Al establecer la Constitución que las normas del proyecto de nueva Constitución debían aprobarse con el quorum de dos tercios de sus miembros, nada dispuso sin embargo sobre el procedimiento para su discusión y aprobación. La Constitución confió a la propia Convención la responsabilidad de dictar el reglamento de votación (Constitución Política, artículo 133, inciso tercero). Por cierto, este reglamento no puede alterar el quórum de dos tercios exigido para aprobar las normas del proyecto de nueva Constitución. Pero no se comprende por qué una segunda ratificación, en general, alteraría dicho quórum.

En la tramitación de las leyes ocurre una situación análoga. La Constitución establece el quórum para aprobar las normas legales, sin señalar que ellas deban ser aprobadas en general y en particular. Pero la ley orgánica constitucional del Congreso Nacional, así como los reglamentos de la Cámara y del Senado, disponen la aprobación en general y en particular de los proyectos de ley. Se da así en la tramitación de las leyes una doble aprobación que no parece haber sido prevista en la Constitución. Pero jamás se ha pretendido que dicha doble aprobación sea por eso inconstitucional.

Despejado lo anterior, resulta sin embargo discutible si la votación final del proyecto es, por sí sola, la mejor solución a los problemas que se han identificado. Por una parte, esta votación naturalmente se produciría cerca de agotarse el tiempo concedido a la Convención para cumplir su encargo. Si el proyecto no resultara aprobado en ese momento, habría poco margen de tiempo para alcanzar los acuerdos necesarios para su aprobación. Y que la Convención concluyera sin proponer un texto sería evidentemente desastroso. Se debe tener presente que llegado el proceso a esa etapa habría habido un plebiscito en que la ciudadanía habría manifestado querer una nueva Constitución. Y luego se habría elegido a una Convención cuyas deliberaciones el público habría seguido por meses. Finalmente, el texto probablemente habría recibido el voto favorable de la mayoría de la Convención, aunque sin alcanzar los dos tercios exigidos. Todo ese proceso habrá deslegitimado aun más a la actual Constitución. En esas circunstancias, el encausamiento institucional de la política puede resultar difícil.

Por cierto, la gravedad de que a último minuto la Convención no apruebe el proyecto de Constitución parece tan alto, que su sombra se proyectaría anticipadamente. La negociación se conduciría para evitar a toda costa el temido fracaso por falta de votos en la aprobación general final. Cabría esperar, entonces, que la Convención resolviera anticipadamente todos los puntos que pudieran dar lugar a un veto de último minuto, incluidos los silencios de la Constitución.

El reglamento, sin embargo, puede contribuir a disminuir este riesgo aun más, al punto de transformar la votación final en una formalidad con un sentido más bien simbólico que práctico. Aquí, cabe considerar la posibilidad de que el reglamento exija que se presenten proyectos de Constitución, que comprendan un articulado que regule al menos la forma del Estado, la integración y facultades del parlamento o congreso, la conformación del gobierno y sus facultades, los principios que rigen la organización y acción de la judicatura, disposiciones relativas a los derechos constitucionales y disposiciones relativas a la reforma constitucional. Así, la discusión de las normas se daría dentro de un contexto inmediato, aunque provisorio. Y también cabe examinar la pertinencia de otras técnicas de tramitación legislativa que favorecen la coherencia y la negación.

* A menos que un proyecto de reforma constitucional obtenga las altas votaciones exigidas para su aprobación, las normas de la actual Constitución mantienen su vigencia. La opción por impulsar un procedimiento para elaborar una nueva Constitución, alternativo al procedimiento de reforma que siempre ha existido, tuvo por propósito deliberado borrar el favor por el status quo que caracteriza a este último. Este propósito no se puede desconocer: las normas de la actual Constitución no tienen favor formal alguno en la elaboración de la nueva Constitución.

Debe reconocerse, por otra parte, que la redacción de un texto constitucional sin un marco normativo de referencia plantea importantes desafíos. Si estos no se reconocen ni resuelven adecuadamente, la negociación puede resultar muy difícil y el texto aprobado puede carecer de coherencia. El reglamento de convención de la Convención puede contribuir a generar condiciones para la racionalidad de la tramitación de propuestas de normas para la nueva Constitución.

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