Elementos

Dios y la Constitución

El Estado se separó de la Iglesia Católica el año 1925. Esa separación no está en discusión. Sin embargo, ella no resuelve todas las cuestiones que se plantean en la relación entre el Estado y las religiones, algunas de las cuales pueden aflorar en el proceso constituyente. Estas líneas buscan identificar dichas cuestiones y mostrar modelos alternativos para encararlas.

‹¿Qué hacer con Dios en la República?›, se preguntaba Sol Serrano en una conocida monografía sobre el proceso de secularización de las instituciones políticas chilenas en la segunda mitad del siglo XIX. Esa pregunta tendría una respuesta constitucional en el nuevo texto de 1925: el estado de Chile dejaba de reconocerse como oficialmente católico, apostólico y romano (como todavía lo establece el artículo 2º de la constitución argentina). Se entiende popularmente, desde entonces, que el estado chileno está ‹separado›  de la iglesia. Aun así, la Iglesia Católica, social y culturalmente hegemónica, siguió ejerciendo considerable influencia en una serie de ámbitos de la vida pública. En esta materia, la Constitución de 1980 asegura «la libertad de conciencia, la manifestación de todas las creencias y el ejercicio libre de todos los cultos que no se opongan a la moral, a las buenas costumbres o al orden público», garantizando además el derecho de las confesiones religiosas a «erigir y conservar templos», los que «estarán exentos de toda clase de contribuciones» (art. 19 Nº 5). La ley de cultos de 1999 vino posteriormente a regular varios aspectos de la relación entre estado e iglesia, posibilitando especialmente el acceso de las denominaciones evangélicas a una serie de beneficios que hasta entonces solo gozaba el catolicismo. ¿Qué margen de innovación tiene la Convención Constitucional en esta materia? ¿Qué principios rectores de la relación entre política y religión debiese consagrar? ¿Debiese acaso tomar en consideración el cambio en el paisaje religioso chileno, que en las últimas décadas ha visto un incremento notable de no creyentes, una disminución dramática de católicos, y la aparición de denominaciones menores que amenazan el carácter tradicionalmente mono-religioso de la sociedad? En resumen, ¿cómo debiese contestar la nueva constitución a la pregunta de Sol Serrano?

Respecto del reconocimiento y resguardo de la libertad religiosa no hay demasiada controversia. Se trata de aquel principio que Robert Audi denomina libertario, que prescribe que el estado debe permitir la práctica de cualquier religión, dentro de ciertos límites. La alusión genérica a la moral o las buenas costumbres parece obsoleta como límite. El daño a terceros es límite suficiente (como podría ser el caso de rituales que incluyan sacrificios humanos o formas de adoctrinamiento que lesionen la libertad de conciencia). Este principio se traduce en una promesa de tolerancia y no-interferencia: la autoridad no enjuicia ni puede entorpecer la libertad de las personas a expresar su fe, interna o externamente, privada o públicamente, individual o colectivamente. Los casos más problemáticos aparecen cuando se defiende una noción más expansiva de libertad religiosa. Por ejemplo, ¿es parte de la libertad religiosa el derecho de los padres de educar a sus hijos en su credo, contra ciertos contenidos curriculares mínimos? ¿Podemos invocar libertad religiosa para eximirnos de leyes generalmente aplicables, por ejemplo, de políticas antidiscriminación? ¿Pueden los creyentes refugiarse en esta garantía constitucional para restringir el derecho de terceras personas a satirizar su creencia, es decir, incluye la libertad religiosa el derecho del creyente a no ser ofendido? Se advierte que una noción expansiva corre el riesgo de tensionar permanentemente otros derechos, los que habrá que ponderar caso a caso.

En segundo lugar, una nueva constitución debe reconocer la transformación del paisaje religioso chileno, que ha dejado de ser hegemónicamente católico y se acerca (aunque tímidamente) hacia un escenario de pluralismo religioso, con una creciente influencia de las iglesias protestantes y otras denominaciones menos tradicionales. Este reconocimiento implica afirmar un compromiso normativo explícito con un trato igualitario para todas las confesiones y sensibilidades religiosas que pueblan el territorio. Este principio igualitario, parafraseando a Audi, señala que el estado no debe darle preferencia a ninguna religión sobre otra. Su valor central es la idea de imparcialidad. Ahora bien, en teoría, el principio igualitario se cumple en dos situaciones: reconociendo el derecho de todas las religiones de participar en el espacio público, o bien negándoselos a todas. Es decir, o todas o ninguna. A la primera fórmula le llamaremos igualdad inclusiva, y a la segunda fórmula le llamaremos igualdad exclusiva. Lo que ha estado ocurriendo con la incorporación de capellanes evangélicos en las Fuerzas Armadas o en La Moneda (donde también hay un representante del judaísmo), o a través de la celebración de diversos ritos religiosos en el palacio de gobierno (Navidad, Janucá, Ramadán), son todas encarnaciones -aunque todavía parciales- del principio de igualdad inclusiva. Bajo este principio, el estado no solo se mantiene imparcial respecto del pluralismo religioso existente, sino que además reconoce o valora la contribución de las distintas tradiciones religiosas a la vida pública.

El principal problema de la igualdad inclusiva, es que suele excluir a los no creyentes. En consecuencia, es natural que el mundo ateo o incluso agnóstico prefiera el principio de igualdad exclusiva, el único que sería realmente imparcial no solo entre religiones, sino entre la religión y la ausencia de religión. Audi lo trata como un tercer principio, que llama de neutralidad: el estado no debe favorecer ni desfavorecer a la religión (o a lo religioso) como tal, es decir, no debe discriminar positiva o negativamente a instituciones o personas simplemente porque son religiosas. ¿Necesita la constitución chilena dejar establecida su preferencia por un modelo de igualdad exclusiva, en el sentido de excluir toda referencia religiosa del espacio público? No necesariamente, en la medida que sí afirme no solo la igualdad de trato entre confesiones y sensibilidades religiosas, sino también su neutralidad respecto de la espiritualidad religiosa y la ausencia de ella, lo que, eventualmente, puede tener efectos normativos y simbólicos. Todo esto considerando que los no creyentes son por lejos el grupo que más ha crecido en las últimas décadas en Chile: de un 7% en 1995 a un 35% en 2018.

En resumen, en un primer acercamiento, la nueva constitución debería garantizar la libertad de todas las personas de practicar su fe, la igualdad de trato que las instituciones del estado deben dar a las distintas organizaciones, denominaciones y sensibilidades religiosas, así como comprometer neutralidad entre religión y no-religión. Por sí mismos, como dijimos, estos principios no excluyen necesariamente que las expresiones religiosas tengan algún un espacio en la vida pública. Nuevos enfoques al respecto -como el de Cecile Laborde- sugieren que un orden político liberal requiere ser solo ‹mínimamente› secular, lo que permite un rango razonable de fórmulas institucionales que van desde un modelo de laicité a la francesa —donde la religión está excluida del espacio público— hasta modelos más flexibles —como el británico— que acomodan ciertas expresiones religiosas en la vida de la nación. Se puede ser Secularia o se puede ser Divinitia, los dos modelos ficticios que desarrolla Laborde para graficar el rango de posibilidades legítimas en un orden político liberal. En Divinitia, por ejemplo, el establecimiento simbólico está permitido siempre y cuando no viole el estatus de igual ciudadanía de los disidentes, algunas leyes tienen inspiración religiosa pero aun así su fundamento es epistémicamente accesible, las normas sobre aborto, eutanasia y bioética son restrictivas, existe educación secular y religiosa, los grupos religiosos cuentan con amplio margen de autonomía organizacional en nombre de la libertad de asociación, y existen numerosas excepciones y acomodaciones legales por motivos religiosos. En Secularia, por otra parte, el estado es estrictamente no-religioso (que no es lo mismo que anti-religioso), es decir, no despliega símbolos religiosos en el espacio público, pero tampoco excluye o menosprecia a los creyentes, todas las leyes tienen fundamento secular, las leyes sobre aborto, eutanasia y bioética son permisivas, la educación es secular mientras la instrucción religiosa la asumen los padres, las leyes antidiscriminación limitan la autonomía de los grupos religiosos, y no se contemplan excepciones o acomodaciones por motivos religiosos, toda vez que los ciudadanos religiosos no sea tratados injustamente.

Lo que realmente importa, según este enfoque, es que la religión no vulnere valores centrales del estado democrático liberal, como el deber de justificar las normas ante todos y no solo ante los fieles, o el deber de inclusión cívica que restringe los mensajes que dividen a la ciudadanía entre primera y segunda clase según su filiación religiosa. Esto sugiere preguntas para el caso chileno: ¿puede el legislador apelar a un mandato bíblico para fundamentar una norma, debatiendo, por ejemplo, sobre el matrimonio igualitario o la eutanasia?, ¿podría hacerlo si se trata de fundamentar una ley para superar la pobreza? O bien, ¿envía el gobierno un mensaje de exclusión a alguna identidad vulnerable desplegando símbolos religiosos en edificios públicos, como un pesebre navideño gigante en el Patio de Los Naranjos? Fuera de estos casos donde están en juego los valores liberales de justificación e inclusión cívica, sostiene Laborde, no hay inconveniente normativo para que la religiosidad pueda desplegarse —sin necesidad de acudir al argumento del maquillaje ‹cultural› o ‹nacional›— en la esfera pública. Según esta teoría, el verdadero problema para la mentalidad liberal no debiese ser la religión como un fenómeno cognitivo y comunitario especial, sino la afectación de sus valores centrales, vengan de amenazas seculares o religiosas. Me parece que esta es, también, una tesis atractiva para la discusión constituyente, potencial fuente de una redacción alternativa a la tríada de libertad, igualdad y neutralidad descrita anteriormente.

Queda finalmente considerar la exigencia literal: que la constitución diga que Chile es un estado laico. Pero que diga eso no resuelve mucho, si no hay acuerdo sobre lo que significa un estado laico o secular. Para Audi, un estado laico en propiedad debería comprometerse con sus tres principios; eso sería un estado institucionalmente ‹separado› de la iglesia. En el caso de Laborde, un estado suficientemente laico podría ser Divinitia. ¿Con ese laicismo ‹mínimo› se contentan los que aspiran a que diga ‹estado laico›? Aquí, subsiste un interesante debate en la literatura sobre si acaso laicidad (o secularismo, que para estos efectos es lo mismo) es un concepto moralizado o neutro. Es moralizado cuando por laicidad se entiende una característica institucional que engloba puras cosas buenas: libertad religiosa, igualdad entre credos y respeto a la diversidad identitaria y metafísica. Es la ‹redefinición radical› de secularismo que pide Charles Taylor. En cambio, es un concepto neutro cuando por laicidad se entiende simplemente autonomía de la política respecto de la religión, lo que significa que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética son seculares; el primero sería un secularismo bueno —porque permite un vibrante mercado de las ideas religiosas—, y el segundo sería un secularismo malo —porque persiguió activamente a la religión—. Pero ambos serían técnicamente secularismos. En el bolsón de la noción neutra de secularismo, en realidad, caben tres posibilidades: el estado le abre las puertas a la religión, el estado deja fuera a la religión por razones de imparcialidad con la no-religión, o puede derechamente ser hostil a la religión. Este es uno de los problemas de la distinción entre estado laico y estado ‹laicista› que hacen algunos en el medio local: su noción de laicista mezcla la idea de igualdad exclusiva o neutralidad estricta con una actitud de hostilidad hacia la religión. Pero esta es una discusión conceptual, y no es claro que la constitución tenga que hacerse cargo de ella. Quizás sea mejor que se limite a exponer sus compromisos normativos. Que ellos hablen por sí solos para responder a la vieja pregunta de qué hacer con Dios en la república. Este artículo no ha pretendido resolverla, pero sí fijarle ciertos contornos filosófico-políticos al debate.

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Constanza SalgadoProfesora asistente, Facultad de Derecho