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Derechos Sociales y Constitución

A partir de un concepto de derechos sociales se explican sus diferencias con los derechos civiles, aspectos básicos de su contenido y su emergencia en las constituciones del siglo XX. Luego se exponen los problemas que presenta su judicialización y las nuevas formas que hoy se presentan para solventar esos problemas sin negar al mismo tiempo la intervención de los tribunales. Finalmente se ofrece una respuesta a la pregunta de cuán necesaria es su consagración constitucional para que el Estado actúe satisfaciendo las demandas políticas que los sustentan.

  1. Concepto

No es fácil dar un concepto de derechos sociales porque suelen conceptualizarse de acuerdo a las distintas maneras en que uno entienda su función, sentido o características. Aquí se entenderá por derechos sociales a las disposiciones constitucionales que imponen al Estado deberes o mandatos de realización de ciertos fines específicos que involucran la provisión de bienes o servicios, como lo son la educación, la protección de la salud, seguridad social, vivienda, agua, etc.

Los derechos sociales se encuentran a veces reconocidos en las constituciones a través de la utilización del término «derechos» (así, la noruega, en su artículo 109, que señala que «todas las personas tienen derecho a la educación» o bien que «quien no sea capaz de garantizar por sí mismo su sustento tiene el derecho a recibir apoyo del Estado») y otras veces a través de mandatos específicos dirigidos al poder político (así, la holandesa en su artículo 22.1 señala que «las autoridades tomarán medidas para promover la salud de la población» y, en su artículo 22.2 que «las poderes públicos fomentarán una política orientada a que haya suficientes viviendas»).

Por otra parte, hay constituciones que no consagran derechos sociales, pero sí establecen lo que se denomina mandato de Estado Social (así, la alemana afirma en su artículo 20.1 que «la República Federal de Alemania es un Estado federal democrático y social» y la francesa, en su artículo 1, que «Francia es una República indivisible, laica, democrática y social»).

  1. Diferencias con los derechos civiles y políticos

Todo derecho implica un deber correlativo. Cuando se trata de derechos constitucionales el deber correlativo lo tiene el Estado. Para especificar qué tipo de deber tiene el Estado suele distinguirse entre los derechos civiles (como lo es el derecho de propiedad o la libertad de expresión) y los derechos sociales. Bajo esta usual distinción los derechos civiles son derechos a acciones negativas, es decir, derechos que suponen un deber correlativo de abstención por parte del Estado (un deber a que el estado omita intervenir en ciertas esferas de libertad), mientras que los derechos sociales son derechos a acciones positivas, es decir, suponen un mandato de actuación para el Estado de realizar los fines que los derechos sociales específicamente involucran.

Estos dos tipos distintos de deberes dan lugar a dos diferencias importantes. Primero, los derechos civiles establecen deberes determinados (toda actuación o interferencia por parte del Estado en la esfera de libertad del individuo está prohibida) mientras que los derechos sociales establecen deberes de actuación muchísimo más indeterminados y que corresponde, por tanto, al legislador concretizar, dotándolos de contenido específico (el derecho a la educación, por ejemplo, podría realizarse a través de distintos sistemas de provisión y con distinta extensión,  por lo que hay muchas acciones posibles que lo realizan). Esta diferencia tiene sentido, pero debe ser matizada. Primero, porque los derechos civiles también requieren ser configurados y protegidos activamente a través de normas legales (la propiedad no existe sin un Estado que determine los objetos sobre los que recae, el régimen de uso y goce de los mismos, y las formas en que esta se adquiere y se extingue) y luego conciliados con otros derechos civiles (la libertad de movimiento con el derecho a reunión), y ambas cosas no son de fácil determinación, por lo que suele no ser claro sino más bien controvertido cuándo estas acciones suponen una infracción de la prohibición de intervenir. Segundo, porque los derechos sociales pueden estar reconocidos en la constitución de una manera más determinada (como por ejemplo lo hace la Constitución de 1980 cuando en el numeral 10 de su artículo 19 señala que «la educación básica y la educación media son obligatorias, debiendo el Estado financiar un sistema gratuito con tal objeto, destinado a asegurar el acceso a ellas de toda la población»). La distinción tiene sentido, no obstante, si se entiende que los derechos civiles como el derecho a la vida o el derecho de propiedad suponen básicamente deberes de no interferencia, y no deberes de actuación de carácter prestacional que tengan por objeto asegurar el acceso a la propiedad a todos o las condiciones materiales necesarias para la subsistencia de las personas.

En este sentido, se suele señalar también que, a diferencia de lo que ocurre con los derechos civiles, los derechos sociales dan lugar a deberes de actuación que involucran la provisión de bienes y servicios (deberes de prestaciones materiales), por lo que serían derechos costosos y sensibles a la escasez de recursos. Frente a esto, algunos señalan que los derechos sociales no suponen nada muy diferente a lo que exigen los derechos civiles, ya que todos los derechos conllevan costos para el Estado. En efecto, todos los derechos exigen la acción positiva del Estado que los proteja, protección que demanda no solo prestaciones normativas, sino que también de instituciones que requieren de recursos fiscales para sostenerse (incluso el derecho de propiedad necesita de oficinas de registros de títulos de dominio y gravámenes, de policía que resguarde el orden público y de estructuras jurisdiccionales para sancionar o dar algún remedio al titular cuando se violan sus derechos).

Aunque es indudable que tanto los derechos civiles y políticos como los derechos sociales requieren recursos para financiar las instituciones que los protegen y realizan, puede sostenerse que entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales existe una diferencia en términos de costos, que no es solo cuantitativa, sino que también cualitativa. La razón es que, en el caso de los derechos civiles y políticos, los recursos que se requieren para financiarlos no necesariamente suponen redistribución ni solidaridad. Cuando se trata de derechos civiles es perfectamente posible pensar que la carga impositiva necesaria para recaudar recursos que los financien se asigna en proporción a los servicios de protección que cada uno recibe por parte del Estado. Los impuestos, entonces, son el pago que cada individuo hace por los diferentes beneficios que el Estado le provee a través de sus instituciones y que el mercado no puede proporcionar (ya que la policía, los tribunales y la defensa externa son todos bienes públicos, es decir, bienes que el mercado no puede proveer porque no son bienes ni rivales ni excluyentes). Los derechos sociales, en cambio, requieren recursos no solo más abundantes, sino recursos que suponen (algún grado de) redistribución. Es por esto que puede afirmarse que, aunque todos los derechos suponen costos, no todos los derechos son sociales: a diferencia de los derechos civiles, los derechos sociales contienen (e introducen en la constitución) un principio de justicia social.

  1. Dos comprensiones de los derechos sociales

Como vimos, existen distintas formas de dar contenido al mandato de realización de los derechos sociales. Dependiendo de si uno atiende a la forma de provisión (privada o estatal), el nivel de satisfacción (mínimo, suficiente), el criterio de distribución (el mercado, la ciudadanía), es posible entender de distintas formas el contenido del mandato de realización, y a la larga el contenido de los derechos sociales. Dada la forma que ha tomado la discusión pública, en adelante se explican dos formas de entender la realización de los derechos sociales (y a la larga, al contenido del mandato) que atienden a criterios más que nada distributivos.

Por una parte, cuando el criterio es principalmente el mercado, los derechos sociales se entienden como derechos a que el Estado provea de prestaciones básicas a quienes no pueden acceder a ellas en el mercado. Bajo esta comprensión los derechos sociales se dirigen principalmente a personas de bajos ingresos, en contraste a las personas de ingresos medios y altos, que pueden satisfacer sus necesidades básicas pagando por ellas en el mercado. La asistencia del Estado opera aquí de manera más o menos focalizada, mediante mecanismos que permitan determinar que solo las personas de más bajos ingresos puedan acceder a los bienes o servicios, o bien ofreciendo una provisión de peor calidad con el objeto de que las personas se vean alentadas a contratar en el sector privado en búsqueda de un mejor bienestar. Bajo esta forma de entender los derechos sociales, los estigmas (que los derechos sociales sean para los «pobres»), la segregación (los pobres, la clase media, los ricos) y la desigualdad en la calidad de la provisión y protección no suponen una vulneración de los derechos sociales, siempre que todos puedan recibir un mínimo.

Una segunda forma de entender los derechos sociales es tal como comenzaron a realizarse bajo el surgimiento de los estados de bienestar europeos, que buscaron con más o menos éxito institucionalizar servicios públicos universales. En este modelo el mercado queda relegado en estos ámbitos a un espacio mínimo o excepcional, porque el estado garantiza provisión a todos, y todos contribuyen a financiarlos en la medida de su capacidad contributiva. En esta comprensión los derechos sociales se entienden como espacios de igualdad, es decir, como espacios en que la desigualdad de ingresos no se traduce en desigualdad en el acceso y en la calidad de los bienes y servicios recibidos. Los derechos sociales no son un mínimo al que tienen derecho las personas más pobres, sino que el derecho de todos a acceder a ciertas prestaciones cuya forma y calidad se decide públicamente y no a través de los criterios (el ingreso, principalmente) a los que atiende el mercado.

Los distintos sistemas institucionales de derechos sociales se mueven, en parte, a lo largo de estas dos formas de entender el criterio distributivo, dependiendo de la fuerza que tenga el poder social vis a vis el poder económico y de cuáles sean las ideologías dominantes y los modelos económicos hegemónicos.

  1. La emergencia de los derechos sociales en el constitucionalismo

Los derechos sociales aparecen en la historia mucho más tarde que los derechos civiles y políticos. Su reconocimiento constitucional es posterior en el tiempo a la consagración de derechos civiles. Ellos surgen como una respuesta a la cuestión social que la industrialización trajo consigo. Si bien en el feudalismo los derechos de las personas dependían de su estatus social en un sistema jerárquico (plebeyo, siervo y señor feudal), la propiedad privada del señor feudal involucraba obligaciones sociales de protección respecto a quienes vivían bajo ella. Así, aunque el siervo y el plebeyo tenían un status diferente en la jerarquía social, ellos se encontraban en cierta medida protegidos por el señor feudal. La revolución francesa y el constitucionalismo moderno arrasó con las diferenciaciones de status del feudalismo, e hizo a todas las personas libre e iguales ante la ley, pero dejó a la mayor parte de ellas desprotegidas frente a las contingencias de la vida: así, por ejemplo, las personas eran libres para emplearse o no, pero no tenían derechos en el trabajo.

Es producto de la expansión del derecho a voto, el surgimiento de partidos obreros, laboristas, social-demócratas y la organización colectiva de los trabajadores que poco a poco el reclamo por protección social gana poder político. Con el surgimiento de esta matriz política, la justicia social comienza a aparecer como un parámetro de legitimidad del orden social; de un orden que más tarde enfrentaría al socialismo y comunismo, como una alternativa no solo teórica, sino que real y existente. La defensa de este orden requirió, como moneda de cambio, de un compromiso con la construcción de robustos Estados de bienestar.

Es así, como resultado de la emergencia de estas nuevas fuerzas políticas y sociales que comienza el progresivo reconocimiento de los derechos sociales a nivel constitucional: su consagración marca el compromiso del Estado con la justicia social y el bienestar de sus ciudadanos. La Constitución de Weimar de 1919 y la Constitución de México de 1917 dan inicio a la primera oleada de reconocimiento de derechos sociales. Estas constituciones consagran derechos sociales no solo en forma abstracta, sino que también dan especificación a los principios que deben orientar su realización institucional. Una segunda oleada de reconocimiento de derechos transcurre durante la posguerra, en Europa. En algunos casos este se traduce en la consagración de disposiciones constitucionales breves que reconocen como finalidad del Estado la activa persecución del bienestar social de sus ciudadanos (como ya vimos es el caso de la constitución alemana, que afirma que «la República Federal de Alemania es un Estado federal democrático y social» o la constitución francesa que señala que Francia «es una República indivisible, laica, democrática y social»), mientras que en otros casos (como por ejemplo Italia, Portugal, España), significa además la consagración de un catálogo de distintos derechos sociales, acompañados de mandatos con altos grados de detalle y orientaciones específicas dirigidas al poder público. Fue en esta oleada que los derechos sociales sustentaron la construcción de los estados de bienestar europeos, que se configuraron mirando hacia una comprensión universalista, en la que el mercado y la negociación privada tiene mucho menor relevancia a nivel del criterio de distribución.

De ahí en adelante han existido sucesivas oleadas en distintas regiones del mundo, como África luego de la descolonización, o Europa del Este luego de la caída del muro, la mayor parte de las veces en el contexto del otorgamiento de nuevas constituciones. Por su parte, Latinoamérica se ha caracterizado por ser una región que reconoció derechos sociales en las distintas constituciones que emergieron a lo largo del siglo XX. Sin embargo, hacia fines del siglo XX y durante el siglo XXI, en el contexto del otorgamiento de nuevas constituciones a través de mecanismos más participativos (como es el caso de Bolivia, Ecuador, Venezuela), el reconocimiento de derechos sociales se ha traducido en la incorporación de nuevos derechos sociales (derecho al alimento, al agua) y de un nivel de detalle en relación al contenido de los derechos que, si bien no es nuevo, es mayor al de otras regiones.

Existen notables excepciones (como Estados Unidos), pero hoy la mayor parte de las constituciones a lo largo del mundo reconocen el derecho a la educación y muchas consagran también el derecho a la protección de la salud y la previsión social. El derecho a la vivienda, al sustento, al agua, entre otros, son derechos nuevos, pero que progresivamente se han comenzado a incorporar en las nuevas constituciones. El derecho internacional de los derechos humanos ha tenido indudablemente gran influencia en esta incorporación.

  1. Justiciabilidad y realización de los derechos sociales

Buena parte del debate constitucional a propósito de la consagración de los derechos sociales en la constitución está marcado por la pregunta de si pueden o deben ser judicializables, o en otras palabras, dar lugar a garantías individuales exigibles ante tribunales.

Los derechos sociales que consagró la primera y segunda oleada no eran exigibles directamente ante tribunales, lo que muestra que es posible consagrarlos constitucionalmente sin a la vez dotarlos de accionabilidad judicial. La exigibilidad de los derechos sociales comienza después en el tiempo y con mayor fuerza en los países en vías de desarrollo en el sur del mundo.

La pregunta sobre si los derechos sociales pueden y deben dar lugar a acciones judiciales que permitan exigir prestaciones concretas ha estado en el centro de la disputa constitucional por varios años. La razón es que su exigibilidad judicial plantea problemas que por lo general no plantea la exigibilidad de los derechos civiles. Como vimos, existen distintas formas de dar contenido al mandato de realización de los derechos sociales. Esto significa que el contenido de este mandato de realización será políticamente controvertido, y su concretización deberá ser decidida a través de la política democrática. La decisión acerca de su forma de provisión y los criterios de distribución de dichos bienes son cuestiones polémicas, que corresponde decidir democráticamente. Esta es una de las razones por la cual puede sostenerse que son las instituciones políticas (el legislador en sus aspectos básicos y la administración en sus aspectos más específicos) las encargadas de determinar el contenido del mandato de realización: son ellas las que canalizan de mejor forma la controversia política. Por otra parte, el contenido de este mandato exige la creación y el sostén de un sistema institucional que establezca, entre otras cosas, cómo se proveerán y distribuirán los recursos, siempre escasos, que demanda la satisfacción de los derechos sociales. Además de ser una decisión controversial, la creación de tal sistema exige de normas jurídicas generales y particulares. Esta es la segunda razón por la cual son las instituciones con competencia normativa las encargadas de su realización. Es el legislador quien tiene competencias para crear normas jurídicas de carácter general que establezcan los aspectos básicos de un sistema de derechos sociales; es la administración quien tiene competencias normativas para dar un contenido más específico a dichas reglas, a la luz de la evolución de las circunstancias. Los tribunales, en cambio, no tienen potestades normativas, y por ello no tienen competencia para articular las instituciones que realizan los derechos sociales. Corresponde esencialmente al legislador en conjunto con la administración la determinación del sistema, dada la legitimación democrática que ostentan y la configuración institucional que los capacita para tener la perspectiva adecuada sobre cómo han de distribuirse y proveerse los recursos sociales escasos.

Cuando los derechos sociales se entienden como garantías individuales, será un reclamo individual por una prestación particular el que se presentará ante tribunales y serán estos los que caso a caso deberán decidir sobre la asignación de dichas pretensiones individuales, sin estar capacitados para determinar cómo su decisión sobre el caso particular afectará el sistema en su conjunto. En este sentido, los tribunales no solo carecen de competencia para diseñar la configuración del sistema que realiza los derechos sociales, sino que tampoco tienen la capacidad para decidir adecuadamente la estructura de financiamiento.

Pese a ello, la exigibilidad judicial de los derechos sociales gana fuerza en lugares en que el legislador no actúa, o no actúa de manera suficiente, dejando necesidades básicas sin cubrir, o bien cuando el legislador en conjunto con la administración ha configurado un sistema de prestaciones sociales que no ha considerado los intereses de todas las personas, y en especial, los intereses de los grupos más desaventajados de la sociedad. En estos casos los tribunales se presentan como el lugar donde podría ser posible asegurar ciertos mínimos, ante un poder político que se muestra débil a la hora de articular sistemas de protección social. Sin embargo, por razones de acceso a la justicia no es evidente que la accionabilidad judicial finalmente termine favoreciendo la mayor parte de las veces a los grupos desaventajados.

Es importante notar, sin embargo, que existen formas más débiles de judiciabilidad de los derechos sociales, en que los tribunales no adjudican pretensiones individuales, sino que más bien indican los problemas que ven en la forma en que se está dando cumplimiento al mandato constitucional de realización de derechos sociales, dejando su implementación específica al legislador y a la administración. Lo que caracteriza a esta forma débil de judiciabilidad es que los tribunales intervienen indicando los problemas que ven y/o aportando estándares para que el legislador los considere posteriormente, mas no tienen la última palabra para decidir los casos que se le presentan. Distintos países (como Canadá, Reino Unido, Nueva Zelanda, Sudáfrica, por destacar los más conocidos) han asumido esta forma débil de intervención judicial. Así, por ejemplo, el Reino Unido entrega potestades de interpretación constitucional a sus tribunales con competencia constitucional, permitiendo que ellos declaren la “incompatibilidad” de la ley con la Declaración Europea de Derechos Humanos, pero sin que eso signifique su invalidez (art. 4.6. de la Human Rights Act, de 1998). La declaración de que una regulación es “incompatible”, en cambio, abre un procedimiento legislativo simplificado de revisión de dicha regulación.

Estas formas más débiles de exigibilidad no eliminan pero al menos reducen los problemas antes vistos, relativos a la falta de legitimidad democrática y de capacidad institucional de los tribunales para determinar a partir de la Constitución de manera directa las prestaciones concretas que envuelven los derechos sociales. Y pueden servir para impulsar (y guiar) al legislador a crear sistemas que den realidad a los derechos sociales o provean de soluciones generales a los reclamos particulares que se presentan en los tribunales.

  1. Los derechos sociales en la tradición chilena

En Chile, los derechos sociales adquieren por primera vez reconocimiento en la constitución de 1925. Empujada por la primera oleada que inician las constituciones de México y Weimar, la Constitución de 1925 establecía por una parte que «la educación pública es una atención preferente del Estado» y que «la educación primaria es obligatoria» para luego afirmar que la constitución asegura «la protección al trabajo, a la industria, y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida, en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar, adecuado a la satisfacción de sus necesidades personales y a las de su familia». Pese que a la Constitución no utilizaba el término «derecho a (la educación, salud, previsión) », la afirmación de que se trata de derechos sociales nunca fue controvertida. La incorporación de derechos sociales en la Constitución de 1925 marcaría un punto de inflexión en nuestra tradición constitucional y en el compromiso que tendrá en adelante el Estado con el bienestar de sus ciudadanos, el cual sustentaría la construcción paulatina de instituciones de bienestar, construcción que no viene impulsada desde los tribunales, sino que políticamente, porque ellos no eran judicializables.

La llegada de la dictadura detendría este desarrollo y daría inicio a una refundación no solo a nivel político, sino que también económico y social. A nivel político, se dicta una nueva constitución, la Constitución de 1980, que consagra derechos sociales, y de hecho utiliza por primera vez el término «derechos» (así ésta señala que se asegura a todas las personas «el derecho a la educación», «el derecho a la protección de la salud», el «derecho a la previsión social»). La Constitución, sin embargo, se preocupa de precisar como parte esencial del derecho social la libertad de elegir entre un sistema público y uno privado, limitando así el ámbito de la política democrática. Por otra parte, a diferencia de lo que ocurre con los derechos civiles, la Constitución niega la exigibilidad judicial de los derechos sociales: la acción de protección que la Constitución de 1980 establece no se extiende a los derechos sociales. Las cortes, sin embargo, a través de su interpretación se han abocado a conocer de reclamos individuales que involucran prestaciones materiales fundadas en derechos sociales (principalmente, relacionadas con prestaciones médicas fundadas en el derecho a la vida que consagra la constitución).

Paralelamente, durante la década de 1980 se impondrá una institucionalidad económica y social radicalmente diferente a la anterior, fundada y articulada conscientemente sobre la base del ideario de los chicago boys, ideario que hoy es común denominar neoliberalismo. Este modelo de realización de derechos sociales se acerca bastante a la primera comprensión vista más arriba, según la cual los derechos sociales se entienden como derechos a prestaciones focalizadas que atienden principalmente a personas de bajos ingresos, en contraste a las personas de ingresos medios y altos, que pueden satisfacer sus necesidades básicas adquiriéndolas en el mercado. La llegada de la democracia no cambiaría en lo fundamental dicha institucionalidad económico y social. El acceso se expande y se mejora la calidad de los servicios públicos, la pobreza disminuye, pero el sistema en lo fundamental sigue estructurado sobre la base de los principios que guiaron la refundación económico y social de la dictadura.

La Constitución de 1980 ha contribuido a la permanencia de este sistema de provisión de dos formas. Primero, a través de la configuración de la institucionalidad política que impuso limites al principio democrático (senadores designados, sistema electoral binominal, leyes de quórum supramayoritario) y a través de la interpretación doctrinal y jurisprudencial que se ha hecho del principio de subsidiariedad, que ha operado incluso en el ámbito de los derechos sociales, como un límite a la intervención del Estado frente al emprendimiento privado. En qué grado ha contribuido a ello es una cuestión polémica. Lo que parece indudable es que la queja por la desigualdad y el reclamo por dignidad que surge o se hace visible con el estallido social de octubre de 2019, tiene mucho que ver con el modelo institucional de derechos sociales que tenemos.

  1. Consagración constitucional

¿Debe una constitución consagrar derechos sociales para que el Estado actúe persiguiendo el bienestar de sus ciudadanos?

No hay una respuesta conceptual a esta pregunta. Sin embargo, es razonable pensar que el reconocimiento de derechos sociales no es condición necesaria para ello. La redistribución y los límites al mercado que la realización de los derechos sociales exige, no suponen una impugnación del derecho de propiedad (si uno entiende que los impuestos y las contribuciones no son un robo del Estado a los individuos) ni tampoco de la libertad general (si es que ella no se entiende exclusivamente como una libertad económica o un derecho de no interferencia por parte del Estado), sino únicamente soberanía fiscal. El Estado accede a ingresos por medio de su potestad fiscal, antes de que caigan bajo la protección del derecho a la propiedad. Es por eso que podría sostenerse que no sería necesaria siquiera una habilitación constitucional para que el poder político construya democráticamente instituciones que aseguren el bienestar de los ciudadanos.

Sin embargo, el reconocimiento derechos sociales es importante por dos razones, con independencia de que sean o no exigibles judicialmente. Por una parte, porque marca un compromiso del Estado con la búsqueda del bienestar social y económico de sus miembros; un compromiso del que la política democrática deberá dar cuenta, haciéndose responsable ante la ciudadanía por la forma y eficacia con que lo realice. Un compromiso como este tiene el sentido de expresar que la finalidad del Estado no es exclusivamente abstenerse de intervenir en ciertas esferas, sino que también intervenir activamente para asegurar las condiciones materiales de existencia de sus ciudadanos. Por otra parte, porque no reconocer derechos sociales, mandatos o finalidades puede hacer más difícil la actuación del Estado en esta materia. Las constituciones que guardan silencio en este ámbito, han dado espacio a interpretaciones absolutistas de la propiedad y exclusivamente económicas de la libertad, interpretaciones que actúan como un freno a políticas redistributivas o que buscan imponer límites al mercado. Esto es lo que ocurrió con la constitución de los Estados Unidos en la época del New Deal. Luego de la gran depresión económica de 1929 que en gran parte fue el resultado de un sistema de laissez faire, el presidente Roosevelt propuso un programa de derechos sociales y de intervención estatal en la economía. Ese programa encontró la oposición de quienes reclamaban que la constitución prohibía toda intervención estatal en post de finalidades sociales y económicas, toda vez que dichas intervenciones siempre afectaban alguna dimensión de la propiedad o la libertad. Así, en 1934 y 1935 la Corte Suprema falló varias veces en contra de las medidas del New Deal. En una de esas decisiones declaró, por ejemplo, que la ley de salario mínimo para mujeres era inconstitucional porque afectaba la propiedad y la libertad de contratación. Es por esto que el reconocimiento constitucional de derechos sociales tiene la función de servir de contrapeso a interpretaciones absolutistas de los derechos civiles, que niegan legitimidad a políticas distributivas y a la imposición de límites al mercado.

Ahora bien, incluir derechos sociales en la constitución tampoco asegura la existencia de un Estado de bienestar robusto o la realización de un determinado modelo de derechos sociales. Los derechos sociales pueden estar reconocidos a nivel constitucional, e incluso ser exigibles ante tribunales, pero a la vez puede faltar la fuerza política que haga posible la creación institucionalidad que los realice. En ese sentido, es crucial que la constitución configure un poder político democrático y eficaz.

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