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Independencia Judicial

La independencia judicial tiene por objeto asegurar que las autoridades legislativas y de gobierno no puedan utilizar sus competencias legales para procurar que un caso sea resuelto ignorando el derecho. La independencia se garantiza, en primer lugar, limitando las competencias legales para afectar la posición de un juez. En particular, las autoridades legislativas y de gobierno deben carecer de competencia para remover a un juez, para trasladarlo contra su voluntad, o para disminuirle su sueldo. En segundo lugar, la independencia se garantiza prohibiendo a las autoridades sustraer un asunto de la decisión de un juez.

En una anterior publicación sostuve que la independencia judicial tiene por único propósito hacer posible que los jueces resuelvan conforme a derecho. Vale la pena insistir en el punto: ella no busca que los jueces resuelvan conforme a sus particulares simpatías o concepciones de lo justo. En la citada publicación expliqué de qué manera la nueva Constitución puede reforzar esa vinculación a la ley, actualmente debilitada. Quedó pendiente volver sobre la independencia judicial. ¿Qué instituciones constitucionales se necesitan para garantizar esta independencia?

Primero es necesario detenerse un momento a examinar el problema: ¿qué factores tienen el potencial de desviar al juez de su deber de resolver conforme a derecho? Son, por cierto múltiples. Desde un pobre conocimiento del derecho por parte del juez, pasando por una concepción errada de sus deberes como juez, hasta amenazas por parte de terceros. La independencia tiene por objeto remover algunos de estos factores: en particular, se trata de privar a toda autoridad del poder de influencia sobre las decisiones judiciales mediante la amenaza de afectar legalmente la posición del juez. La independencia es necesaria porque las autoridades de gobierno y legislativas tienen potestades que, de no limitarse, podrían afectar la posición de un juez. Ellas, por ejemplo, determinan la contratación, promoción y destitución de funcionarios; les fijan sus remuneraciones; las destinan a determinados servicios, etc. En ejercicio de estas potestades, la autoridad puede favorecer o perjudicar la posición de un funcionario. Y esa posibilidad de favorecimiento o perjuicio otorga a la autoridad poder para inducir al funcionario a actuar de determinada manera. Tratándose de los funcionarios de la administración del Estado está bien que así sea. Mal que mal, es la autoridad política la que responde políticamente por toda dicha administración, de manera que necesita contar con herramientas para asegurar que la voluntad del Estado, democráticamente determinada, se haga efectiva.

El derecho marca sin embargo un límite. La voluntad del Estado se determina solemnemente en leyes, que constituyen la principal fuente del derecho. Por cierto, la autoridad política lee la voluntad del pueblo no solo en las leyes. La descifra —bien o mal—en elecciones, en la opinión pública, en encuestas, o en cualquier otra manifestación del querer de la ciudadanía. Pero la ley marca un límite infranqueable. Por tratarse de una declaración solemne de la voluntad soberana, que además es garantía de libertad de todos, a la autoridad política no se le permite pasar por sobre la ley. Si la autoridad estima que la ley ya no refleja la voluntad popular, tiene todo el derecho de procurar cambiarla (y es por ello importante que la Constitución permita que las mayorías puedan modificar las leyes), pero mientras esté vigente, no puede infringirla.

La judicatura es la garantía última de este límite, pero para que funcione como tal, es imprescindible que los jueces no estén sujetos al mismo poder de dirección a que están sujetos los funcionarios administrativos. Esto exige privar a la autoridad política y administrativa, frente a los jueces, de algunas potestades con que cuenta frente a la administración.

La principal garantía de la independencia judicial es la inamovilidad: las autoridades de gobierno y legislativa deben estar impedidas de remover a un juez. Este impedimento no es sin embargo incompatible con límites de edad ni con períodos fijos para permanecer en el cargo, sin perjuicio de lo que diré más abajo.

La garantía de la inamovilidad ha sido constante en el derecho constitucional chileno, al menos desde la Constitución de 1828 (art. 103), pasando por las de 1833 (art. 110), 1925 (art. 85), hasta llegar a la actual (art. 80), y es asimismo estándar en el derecho comparado, como se advierte, entre otras, en las constituciones de Argentina (art. 110), Dinamarca (art. 62), España (art. 117.2), Estados Unidos (art. III sec. 1 cl. 2) y Francia (art. 64 inc. 4).

Resulta sin embargo imprescindible detenerse en algunos problemas.

En primer lugar, la inamovilidad se puede ver afectada no solo por la remoción de un juez, sino por la suspensión en sus funciones y por su traslado involuntario. En general, la garantía de la inamovilidad protege contra tales suspensiones y traslados. Pero esta garantía puede tener un alcance excesivo. Ella impediría una reforma integral de los tribunales que demandara trasladar a algunos jueces. En este sentido, resultan de particular interés las reglas danesa y austriaca. La primera prohíbe los traslados involuntarios, salvo en «el caso de una reorganización de los Tribunales» (art. 62). La constitución austriaca va más lejos: en caso de una reforma orgánica de la legislatura, se autoriza al legislador a determinar un plazo dentro del cual los jueces podrán ser removidos o trasladados (art. 88.2). Estas excepciones no afectan la independencia judicial. Ellas no conceden poder al ejecutivo para incidir en la decisión de un juez. Es inconcebible que una autoridad pueda presionar a un juez para dictar sentencia en determinado sentido mediante la amenaza de efectuar una reforma a la organización de tribunales y así removerlo o trasladarlo en contra de su voluntad. Ello es inconcebible, sobretodo, porque semejante amenaza no sería creíble. La organización de los tribunales es materia de ley, de manera que el gobierno no puede llevarla a cabo sin la aprobación del congreso o parlamento. En este sentido, la regla danesa reconoce a la inamovilidad un alcance adecuado, consistente con la prerrogativa de que debe gozar el legislador para reorganizar los tribunales existentes, aunque ello importe trasladar a algunos jueces.

En segundo lugar, una inamovilidad absoluta equivaldría a irresponsabilidad. Y la irresponsabilidad judicial no es menos problemática que la falta de independencia. Aunque no estamos sometidos permanentemente al poder de un juez, cuando llegamos a estarlo, nuestra libertad y fortuna quedan entregadas a su arbitrio. Es por ello necesario que en alguna parte exista la potestad para destituir a un juez que incurre en faltas graves en el ejercicio de su función. El derecho comparado más respetuoso de la independencia judicial exige para la remoción de un juez una sentencia judicial que establezca su responsabilidad. En otras palabras, está proscrita la remoción administrativa. Así ocurría también en Chile bajo las constituciones de 1828 y de 1833. La Constitución de 1925, sin embargo, permitió la remoción administrativa de jueces, que se mantiene hasta el día de hoy. En los hechos, el poder de remoción está en manos de la Corte Suprema, que recientemente ha hecho uso de él para remover a ministros de la Corte de Apelaciones de Rancagua y en el pasado lo utilizó con un ministro de la propia Corte Suprema (Luis Correa Bulo).

Con independencia de si esta remoción administrativa se ha usado bien o mal, no parece adecuado mantenerla. Si un juez incurre en faltas tan graves que justifican su remoción, no hay razón alguna para privarlo de un debido proceso que concluya con una sentencia judicial. Mantener la remoción administrativa, en cambio, otorga un poder desmedido a la Corte Suprema sobre toda la judicatura. La propia Corte Suprema deviene así en una amenaza a la independencia judicial.

La actual Constitución contiene una excepción importante a la inamovilidad en la posibilidad de acusar constitucionalmente a ministros de cortes de apelaciones y de la Corte Suprema por «notable abandono de sus deberes» (arts. 52 Nº 2 letra c y 53 Nº 1). Esta acusación la inicia un grupo de no menos de diez ni más de veinte diputados. Si la Cámara de Diputados la aprueba, pasa al Senado. Y si una mayoría de los senadores en ejercicio vota a favor de la culpabilidad, el magistrado queda destituido. La acusación constitucional no sería problemática si se cumplieran las siguientes dos condiciones: primera, que entre los diputados y senadores existiera consenso en que el significado de la expresión «notable abandono de sus deberes» excluye una determinada aplicación del derecho a un caso particular que, aunque discutible, fuera mínimamente plausible; segunda, que entre los disputados y senadores se diera una razonable disposición a acusar solo cuando un juez incurre en una conducta que razonablemente aparezca como «notable abandono de sus deberes». Estas condiciones son necesarias porque los parlamentarios pueden tener un interés político en destituir a determinados jueces  y porque su veredicto en una acusación constitucional es definitivo. Ninguna autoridad tiene competencia para revisar lo que el Senado resuelva. De manera que lo único que puede proteger la independencia judicial frente a parlamentarios dispuestos a usar la acusación para destituir a un juez solo porque tomó una decisión que les moleste, es el rechazo a dicha acusación por las mayorías parlamentarias. Y si el juez acusado es impopular, solo lo salvarán las dos condiciones antes enunciadas.

Las recientes acusaciones constitucionales intentadas contra tres ministros de la Corte Suprema y contra una ministra de Corte de Apelaciones de Valparaíso sugieren que dichas condiciones se han erosionado significativamente. En estas circunstancias, la independencia judicial se ve seriamente amenaza. Su garantía puede lograrse por dos vías: eliminando derechamente la acusación constitucional contra jueces, o precisando en el texto constitucional la primera de las condiciones antes señaladas («En ningún caso constituirá notable abandono de deberes el conocimiento y resolución de una causa conforme a una controvertida comprensión del derecho, salvo que sea manifiestamente infundada»).

Arriba afirmé que la inamovilidad es compatible con cargos judiciales sujetos a períodos fijos y a edad de retiro forzado. Se debe reconocer sin embargo que si estos períodos o edad determinan que los jueces puedan terminar su función judicial a una edad en que todavía tienen expectativas de desempeño profesional, la independencia puede verse afectada. Al acercarse el término del período para el que fue nombrado,  o la edad de retiro forzado, el juez estará normalmente interesado en asegurar un futuro trabajo. Naturalmente, eso da poder de influencia a quien esté en condiciones de ofrecer un trabajo al juez. Hay formas de reducir ese poder. Interesante, nuevamente, resulta la regla danesa. Ella contempla la posibilidad de cesar a un juez a los 65 años, pero con goce de sueldo completo hasta la edad de jubilación (70). De ese modo se evita la presión por buscar trabajo mientras el juez aun está ejerciendo jurisdicción. Por otra parte, la renovación de un cargo judicial luego de expirado el período, así como el nombramiento de un juez en otro cargo público, representan peligros particularmente serios. Sería así recomendable establecer un plazo dentro del cual un juez cuyo término haya expirado no pueda ser nombrado en cargo público alguno.

La carrera judicial también crea un problema de independencia, en la medida en que la expectativa de promoción deviene parte del ethos judicial. Dicha expectativa otorga un poder a la autoridad que tiene control sobre la promoción de los jueces. Actualmente, la Corte Suprema y el gobierno tienen ese control sobre los jueces de instancia que aspiran al cargo de ministro de corte de apelaciones. Y la Corte Suprema, el gobierno y el Senado lo tienen sobre los ministros de cortes de apelaciones que postulan a la Corte Suprema. En la medida en que este poder no está concentrado en una sola autoridad, funciona más como veto que como garantía de promoción: ninguna autoridad está en condiciones de asegurar a un juez su promoción si resuelve un asunto de determinada manera. Pero todo juez puede saber que determinadas decisiones le pueden acarrear un veto que afecte su carrera.

Este problema sugiere que sería oportuno revisar las ventajas y desventajas de la carrera judicial, lo que haré en un artículo posterior. Por ahora, cabe consignar que la situación actual es paradójica: aunque la Constitución no exige que la judicatura esté organizada en una carrera, el mecanismo que dispone para el nombramiento de ministros de la Corte Suprema y cortes de apelaciones asume su existencia. Por una parte, la Constitución dispone que dieciséis ministros de la Corte Suprema deben provenir del propio Poder Judicial (art. 78, incs. 4 y 5). Por otra parte, establece que en las listas de tres candidatos a las cortes de apelaciones que la Corte Suprema debe presentar al gobierno, al menos uno de ellos debe ser un juez letrado (art. 78, inc. 8). Pero estas reglas no han impedido al legislador establecer nuevos tribunales cuyos jueces no forman parte de la carrera judicial. Así ha ocurrido con el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (ley 19911), los tribunales ambientales (ley 20600), tribunales tributarios y aduaneros (ley 20322), Tribunal de Contratación Pública (ley 19886). La situación es completamente anómala. En los hechos, el legislador ha venido mostrando desafección con la carrera judicial y ha creado tribunales al margen de ella, pero la carrera sigue existiendo para buena parte de los jueces.

La Constitución no necesita resolver esta cuestión. Puede dejar al legislador la determinación de si mantiene o no la ambigua situación actual; si elimina la carrera judicial, o si incorpora a todos los tribunales a la misma. Para ello bastaría desacoplar en la Constitución la regulación de los nombramientos de ministros de corte a dicha carrera.

Como sea, si la expectativa de promoción que es propia de la carrera se elimina, el problema desaparece o al menos se reduce significativamente. Pero si la carrera se mantiene, debe revisarse el régimen de nombramientos. Particularmente problemática ha resultado la confirmación por dos tercios de los senadores de los ministros de la Corte Suprema. Un tercio y fracción de los senadores tienen un veto que ha demostrado ser muy dañino. Una confirmación por mayoría absoluta resolvería buena parte del problema: en la medida en que las mayorías senatoriales fluctúan periódicamente, los jueces no tendría ya que temer quedar marcados con un veto inamovible.

Después de la inamovilidad, la garantía más importante es la mantención de la remuneración. Esta garantía no se ve afectada ni por una baja generalizada de las remuneraciones ni por la inflación. Lo que otorga poder para influir en la decisión de un juez es la posibilidad de afectar la remuneración de ese juez en particular. Esa posibilidad está actualmente excluida por un sistema de sueldos asociados a categorías de jueces que se construyen según criterios objetivos. Así y todo, no estaría de más una regla como las de las constituciones de Estados Unidos y de Argentina, que prohíben la disminución de la remuneración de los jueces mientras se encuentren en funciones. Aunque esta regla no parece hoy necesaria, tendría la virtud de que al declarar solemnemente el único principio verdaderamente importante en materia de independencia judicial y dineros, se cerraría la puerta a otras instituciones que en nada contribuyen a dicha independencia.

Hay quienes piensan que la independencia judicial requiere ciertas garantías relativas al presupuesto destinado a justicia, sea en relación a su monto (un mínimo constitucionalmente asegurado), o a su inversión (autonomía presupuestaria). Esto es un error. No se debe perder de vista que cada tribunal tramita y resuelve los casos de que conoce con total autonomía. Lo que interesa es asegurar que los jueces, al tramitar y resolver esos casos, sean independientes de presiones externas para que puedan aplicar el derecho. Eso nada tiene que ver ni con el monto del presupuesto asignado a justicia ni con su inversión. Desde luego, nadie reclama que las decisiones presupuestarias sean entregadas a cada tribunal, que sería lo único consistente si dichas decisiones pudieran afectar la independencia. La autonomía presupuestaria significa que un órgano centralizado, controlado por jueces, toma las decisiones de inversión. Ese órgano es hoy la Corporación Administrativa del Poder Judicial, cuya dirección corresponde a un consejo superior, integrado por cinco ministros de la Corte Suprema. No se comprende en qué sentido esta estructura se relaciona en modo alguno con la independencia judicial. ¿Qué diferencia tiene en el ejercicio de la función judicial de un juez cualquiera que la adjudicación de un contrato para remodelar un tribunal la adopte un órgano dirigido por cinco ministros de la Corte Suprema o el Ministro de Hacienda? Ninguna. Lo cierto es que la autonomía presupuestaria no es una garantía de la independencia judicial. Por eso, no sorprende que ella no aparezca en las principales constituciones del mundo.

Por otra parte, se trata de una institución reñida con principios constitucionales básicos. Las decisiones presupuestarias deben estar sujetas a responsabilidad política. Los jueces, sin embargo, están exentos de responsabilidad política, pues de lo contrario verían seriamente afectada su independencia. Por eso, los jueces no pueden tomar decisiones presupuestarias. Por otra parte, los jueces carecen de los conocimientos técnicos para administrar racionalmente un presupuesto. Finalmente, la autonomía presupuestaria de que actualmente goza la Corporación Administrativa del Poder Judicial determina que quede exenta de control por la Contraloría General de la República, que entiende que carece de competencia sobre el Poder Judicial (véase la exposición del profesor Pierry en el seminario Judicatura y Nueva Constitución). Debe entonces evitarse consagrar cualquier forma de autonomía presupuestaria del Poder Judicial y, quizás, evaluar la incorporación de una norma que asegure el control gubernamental sobre el presupuesto de justicia y, en la medida en que el gobierno confíe a miembros u órganos de la judicatura la inversión de dineros estatales, el control de la Contraloría sobre dichas inversiones.

He concluido que la independencia judicial requiere privar a las autoridades de gobierno, legislativas y administrativas de competencias para destituir un juez, para suspenderlo, para trasladarlo y para disminuirle su remuneración. Esas garantías de nada servirían si las autoridades de gobierno pudieran reclamar para sí la decisión de un asunto sometido al conocimiento de un tribunal (avocación) o si pudieran transferir de un juez a otro el conocimiento de un asunto. Es cierto que en esos casos el juez no sufre ningún perjuicio personal. Pero eso solo confirma que la independencia judicial no tiene por finalidad última privilegiar a la persona del juez, sino generar las condiciones para que las causas se resuelvan conforme a derecho. Y esas condiciones desaparecen si la autoridad puede, sin perjudicar a la persona del juez, interferir en su conocimiento de un asunto. Por eso, la garantía de la independencia debe completarse prohibiendo tales interferencias.

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