La crisis hegemónica del régimen oligárquico y la Constitución de 1925
La incapacidad del sistema político para responder a las tensiones sociales acumuladas desde el fin de la guerra civil de 1891 gatillaron una crisis hegemónica del orden oligárquico amparado por la Constitución de 1833, creando de paso las condiciones para su reemplazo por una nueva carta en 1925. Dicha Constitución fue reconocida como legítima al ampliar la participación en el sistema político y la intervención benefactora del Estado en la sociedad.
El proceso histórico que terminó con la promulgación de una nueva Constitución en 1925 bien podría describirse como una larga y creciente «crisis hegemónica» del orden oligárquico y liberal construido durante buena parte del siglo XIX, cristalizado en un régimen seudo-parlamentario luego de la guerra civil de 1891. Esa crisis hegemónica estuvo caracterizada por la incapacidad cada vez más manifiesta de la oligarquía local por reproducir su condición dominante mediante consensos políticos e ideológicos, acudiendo por ello con cada vez más frecuencia a la coacción abierta para hacer frente a lo que entendían eran amenazas al orden social. Todo esto tuvo por contrapartida la multiplicación de espacios de crítica formulada desde intelectuales y actores políticos mesocráticos y populares, que encontraron cada vez más resonancia en la esfera pública. Esas críticas se resumieron en lo que ya por entonces se conocía como la «cuestión social», expresión de una conciencia de denuncia de una miseria «moderna» que afectaba a buena parte de la población, como producto de procesos de inserción de la economía local al orden capitalista global. El viejo orden político, social y constitucional quedó así desacreditado, sobre todo a raíz de una sucesión de eventos críticos en la década de 1920 que dejó en evidencia los límites insalvables de ese estado de cosas.
Una vez despejado el humo de los cañones de la guerra civil de 1891, emergió en Chile un orden político centrado en la primacía del Congreso como arena de negociación de conflictos intra-oligárquicos con un Ejecutivo íntimamente vinculado con sus intereses. Al mismo tiempo que ese régimen político se asentaba, la sociedad y la economía chilena sufrían cambios importantes. El salitre natural presente en las zonas anexadas luego de la Guerra del Pacífico (1879-1883) se convirtió en una atractiva mercancía en mercados europeos, intensificando la inversión, producción y empleo en esa rama. En las llamadas «oficinas» salitreras comenzaron a experimentarse las primeras formas industriales modernas de producción, que concentraron a un gran número de trabajadores en proceso de proletarización. En las ciudades, además, se comenzó a evidenciar las primeras formas de politización y protesta popular ante los vaivenes de la economía que afectaban duramente la calidad de vida de sus sectores más empobrecidos. Todo ello tuvo ciertas consecuencias en la esfera política. Desde la década de 1880 existía el Partido Demócrata, surgido como ala crítica del radicalismo y que buscaba representar los intereses de sectores obreros y artesanos en el marco político institucional. En los primeros años del siglo XX, sin embargo, dicho canal de representación ya no era suficiente, multiplicándose formas de organización y protesta popular. En gran medida, la reacción del Estado chileno fue la represión. El episodio más recordado –pero no el único- a este respecto fue la sangrienta matanza de obreros del salitre y sus familias en la Escuela de Santa María de Iquique, en 1907.
Para entonces era evidente para muchos actores políticos dentro y fuera de los círculos de poder que el orden oligárquico estaba en crisis. En 1910, durante las celebraciones del Centenario de la República, un grupo de intelectuales y activistas de distinto signo político hicieron ver su disconformidad con el orden de cosas en ensayos, libros y panfletos, al mismo tiempo que la élite gobernante festejaba lo que para ellos era la excepcional estabilidad de la República. Más allá de las diferencias en los diagnósticos y soluciones, existía ya para entonces la conciencia de que el Estado debía asumir la responsabilidad ante la miseria aguda en los sectores populares, proveyendo de servicios sanitarios, educacionales y previsionales, entre otras cosas. En gran medida, esas miradas críticas fueron formuladas por intelectuales de clase media urbana que por entonces estaban articulando un proyecto político y cultural reformista, nacionalista y antioligárquico, que buscaba la reestructuración de las relaciones de poder para así evitar estallidos revolucionarios y conflictos violentos.
El miedo a la revolución o a la insurrección popular se hizo cada vez más palpable en los años siguientes, en virtud de una progresiva politización y radicalización de sectores obreros. La Revolución Rusa de 1917 proveyó para algunos del lenguaje y el referente global necesarios para dar contenido a sus expectativas de cambio social radical. Por aquellos años, además, los efectos de la I Guerra Mundial en la economía chilena provocaron nuevas crisis, que desnudaban aún más las penosas condiciones de vida de los pobres en el campo, las oficinas salitreras y la ciudad. En ese contexto emergió un proyecto político -personificado en el senador por Tarapacá, Arturo Alessandri- que apuntaba explícitamente a resolver los problemas de la cuestión social que el orden oligárquico había dejado intactos. Imbuido en una fuerte retórica antioligárquica y llamando a la conciliación de clases en clave reformista, Alessandri logró captar el apoyo de una estrecha mayoría del reducido cuerpo electoral de entonces, iniciando un gobierno que desató fuertes expectativas de cambio social. Sin embargo, las debilidades de la alianza oficialista y la obstrucción parlamentaria de la oposición impidieron la aplicación de reformas sustantivas, aumentando con ello la exasperación política y la conflictividad social. En ese escenario irrumpió un nuevo actor político dispuesto a romper el impasse del sistema político.
En 1924, tras cuatro años de gobierno, un grupo significativo de la oficialidad joven del Ejército decidió presionar directamente al Congreso para lograr la aprobación de las llamadas «leyes sociales». La irrupción de los militares provocó un terremoto político de largas consecuencias. Por de pronto, motivó un golpe de Estado «blando» de generales conservadores en septiembre de ese año, que serían reemplazados por otro movimiento golpista en enero de 1925, ahora en manos de los oficiales jóvenes y reformistas liderados por Carlos Ibáñez. Mientras tanto, Alessandri había salido del país con destino a Europa, y regresado con aire triunfal. Ante la crisis política generalizada, emergió el consenso transversal entre el gobierno civil, los militares, y buena parte del sistema político, de reemplazar la carta de 1833 por una nueva Constitución. A pesar de los alegatos de sectores obreros y de izquierda, el nuevo texto se definió en una comisión controlada por el propio Alessandri, que luego sería plebiscitado en una jornada marcada por una alta abstención. La nueva Constitución, a instancias de Alessandri y los militares, restituyó el presidencialismo y, más importante aún, apuntó de manera explícita a la intervención social del Estado para hacer frente a los problemas sociales. Sin embargo, la inestabilidad política y social de la segunda mitad de la década de los 1920 e inicios de los 1930 –incluyendo una profunda crisis económica global y local- impidió la puesta en marcha del texto constitucional. Ello no impidió un rápido proceso de expansión de leyes e instituciones orientadas a la modernización del Estado, un mayor control de la economía, y la aminoración de inequidades sociales, sobre todo durante la dictadura de Carlos Ibáñez (1927-1931), en línea con las ansias reformistas de buena parte de las fuerzas políticas y sociales de entonces. La segunda administración de Alessandri (1932-1938) –ahora de un talante notoriamente más conservador- marcaría el inicio formal del orden constitucional diseñado en 1925.
En suma, la crisis hegemónica del orden oligárquico verificada en las primeras décadas del siglo XX redundó en una profunda crisis política hacia mediados de los años 1920 ante la incapacidad de ese mismo orden por procesar las crecientes demandas sociales acumuladas. Los cambios políticos, económicos y sociales provocaron conflictos y fracturas que recibieron por respuesta represión estatal, deslegitimando el orden político surgido de 1891. La entrada de Alessandri y luego los militares al juego político abrió la oportunidad para la creación de un proceso constituyente acelerado con el objetivo de dar cuenta de la cuestión social denunciada en las décadas anteriores, y superar las estrecheces de una institucionalidad incapaz de crear nuevos consensos políticos. Hasta su conculcación práctica por medio de un golpe militar contrarrevolucionario en 1973, la Constitución de 1925 logró efectivamente constituirse en un texto político legítimo para fuerzas antagónicas, permitiendo de paso la construcción -con avances y retrocesos- de una democracia política efectiva.
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