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En Defensa del Parlamentarismo

La Constitución debe crear las condiciones para un poder político eficaz. En un escenario de fragmentación política, esto supone favorecer gobiernos de coalición. El presidencialismo admite gobiernos de coalición. Prácticamente todos los gobiernos chilenos democráticos lo han sido. Pero no ofrece incentivos institucionales para generar coaliciones mayoritarias. En esto, el parlamentarismo es superior.

(Originalmente publicado en Revista Mensaje Nº 696, enero-febrero 2021)

Una asamblea representativa (congreso, parlamento, estados generales o asamblea), compuesta por una o dos cámaras, es consustancial a toda democracia. Pero las democracias contemporáneas no confían el gobierno a dicha asamblea, sino a un grupo más pequeño de personas, casi siempre encabezado por un ‹jefe de gobierno›. Es posible que una misma fuerza política tenga el control del gobierno y de la mayoría de la asamblea. En tal caso estamos frente a un gobierno de mayoría. Pero si la fuerza política tras el gobierno no controla una mayoría en la asamblea, será un gobierno de minoría.

Un gobierno de minoría típicamente tiene dificultades para gobernar, pues la oposición (u oposiciones) en la asamblea no estarán inclinadas a aprobar las leyes que proponga y, en el peor de los casos, usará sus facultades fiscalizadoras para obstaculizar su función.

Una constitución debe favorecer que se engendre un poder político capaz de actuar y de imponerse sobre otros poderes sociales. Los gobiernos de minoría están reñidos con ese objetivo. Una constitución puede enfrentar este problema de dos modos: limitando la capacidad de la asamblea para entorpecer al gobierno o promoviendo los gobiernos de mayoría.

Una amplia potestad reglamentaria otorgada al Presidente de la República constituye una medida característica del primer modo, en cuanto permite a un gobierno de minoría dictar reglas para llevar adelante su programa sin necesidad de aprobación por la asamblea. Al mismo modo pertenece también la regla que otorga a la asamblea un plazo limitado para discutir y aprobar la ley de presupuestos, a cuyo vencimiento se entiende aprobado el proyecto propuesto por el gobierno. La práctica política chilena enseña que estos mecanismos suelen perder eficacia en el tiempo. Los miembros de la asamblea descubren siempre nuevas formas de entorpecer al gobierno de minoría. Así lo demuestra el uso que se ha dado a la acusación constitucional, a la reforma constitucional (para eludir la iniciativa exclusiva del Presidente de la República) o a la posibilidad de rebajar los gastos propuestos a la ley de presupuestos. Para favorecer la gobernabilidad se hacen necesarias nuevas limitaciones a las competencias de la asamblea. En definitiva, este modo de enfrentar el problema tiende naturalmente hacia el fortalecimiento del gobierno. Al final de este camino está el autoritarismo o incluso la dictadura constitucionales.

Más atractivo resulta promover gobiernos que cuentan con respaldo en la mayoría de la asamblea. Pero cabe aquí una prevención: probablemente no exista mecanismo constitucional alguno que garantice un gobierno de mayoría (recuérdense las partidas aprobadas con $1). Se trata entonces de examinar qué mecanismos reducen la probabilidad de tener gobiernos de minoría.

La probabilidad de contar con gobiernos de minoría es función del grado de fragmentación política y de la incidencia que la asamblea tenga en la conformación de gobierno. Si la representación en la asamblea está fuertemente fragmentada y esta no incide en la elección del gobierno (presidencialismo), la probabilidad de contar con un gobiernos de minoría es altísima. La razón es evidente. Ya con una fragmentación de la asamblea en tres tercios, el gobierno tendrá en principio una mayoría opositora. Por el contrario, si en la asamblea solo hay representadas dos fuerzas políticas y es la propia asamblea la que elige al gobierno (parlamentarismo), está prácticamente garantizado que habrá gobierno de mayoría (régimen tipo Westminster clásico).

La fragmentación política, por su parte, es función de la estructura social y del sistema electoral. La primera no puede ser directamente modificada por la constitución. El segundo, sí. En el Chile de hoy no parece posible un sistema electoral que reduzca las fuerzas políticas a dos. Y dada la estructura social chilena, es razonablemente seguro asumir que en los años próximos ninguna fuerza política tenga mayoría parlamentaria. Es entonces un dato de la causa que en los años venideros la fragmentación hará más probable tener gobiernos de minoría que de mayoría. El diseño constitucional no puede ignorar este dato.

¿Hay instituciones constitucionales capaces de contrarrestar esta tendencia a los gobiernos de minoría? Se debe reconocer que la única forma de evitar los gobiernos de minoría en condiciones de fragmentación es mediante gobiernos de coalición. Un gobierno de coalición está conformado por dos o más fuerzas políticas. En la medida en que la coalición tenga respaldo en la mayoría de la asamblea, deja de ser un gobierno de minoría. Así entonces, la pregunta deviene en la siguiente: ¿hay instituciones constitucionales capaces que favorezcan los gobiernos de coalición? En particular, ¿puede afirmarse que de los regímenes presidencial, semi-presidencial o parlamentario, uno de ellos tenga ventajas a este respecto?

Una coalición es un acuerdo voluntario entre dos o más partidos para gobernar en conjunto. La probabilidad de que se forme una coalición depende del juego de incentivos en pro y en contra. Toda coalición importa un compromiso y todo compromiso importa renuncia. Los miembros de una coalición inevitablemente deben renunciar a parte de sus aspiraciones programáticas. Tal renuncia importa no solo un costo para la integridad ideológica y programática del partido, sino que también le puede significar un costo en su respaldo popular. Si la dirigencia del partido percibe que estos costos son superiores a los beneficios de entrar a la coalición, preferirá quedarse en la oposición. Y si la mayoría de la asamblea asume esta actitud, no será posible formar una coalición mayoritaria. Los incentivos para no entrar en una coalición se harán sentir en cualquier régimen de gobierno.

Por otra parte, el natural interés de todo partido político por acceder al gobierno y la administración del Estado pueden constituir un incentivo para entrar en una coalición de gobierno. Este interés, sin embargo, funciona muy distinto en los regímenes presidencial y parlamentario. En ambos regímenes se vuelca en primera instancia hacia las elecciones, pues un buen resultado electoral es condición necesaria de acceso al poder. En el régimen presidencial, se focaliza especialmente en la elección presidencial, pues ésta determinará en manos de quién quedará el gobierno. El resultado de dicha elección naturalmente asigna a las fuerzas en competencia los roles de oficialistas, a aquellas que apoyaron la candidatura del triunfador y, a las demás, el de oposición. Al día siguiente de la elección, las fuerzas de oposición deponen hasta la próxima elección presidencial su pretensión de controlar el gobierno y la administración pública. El oficialismo por su parte, triunfante en la carrera presidencial, abandona toda pretensión de incorporar al gobierno a parte alguna de los partidos opositores. Si el presidente elegido no fue respaldado por fuerzas políticas que controlen una mayoría en la asamblea, será difícil lograr una coalición mayoritaria. Por cierto, enfrentado a la posibilidad de que su gobierno sea obstaculizado por la oposición en la asamblea, el Presidente puede tener incentivos para conformar tal coalición. Pero en el sistema presidencia los costos son particularmente altos: ¿por qué el presidente triunfador en las elecciones entregaría parte de su gobierno los perdedores? Para asegurar gobernabilidad, por cierto. ¿Pero lo entenderían sus seguidores? ¿No se sentirían acaso traicionados?

Por otra parte, el Presidente carece de mecanismos para asegurar la fidelidad de los parlamentarios de la coalición. Las dificultades del Presidente Piñera para asegurar el apoyo de parlamentarios de su propio sector hablan por sí solas. ¿Qué herramientas tendría un presidente para asegurar la fidelidad de compañeros de coalición que fueron opositores a su carrera a la presidencia?

En el régimen parlamentario, en cambio, los partidos no compiten directamente por la jefatura de gobierno. Por cierto, si un partido gana la elección y logra el control de la mayoría de la asamblea, no necesitará coalición alguna para acceder al gobierno. Pero si ningún partido logra dicho control, en rigor ninguno de ellos habrá ‹ganado› el gobierno. Aquí, negociar una coalición, incluso para el partido que haya obtenido mayor representación en la asamblea, no será visto como una traición per se al electorado, sino simplemente como la condición necesaria para acceder al gobierno. En este sentido, los costos de negociar una coalición son considerablemente más bajo para un partido político que en un régimen parlamentario obtuvo el 45% de la representación parlamentaria, que para un presidente de la república elegido en segunda vuelta.

Por otra parte, el jefe de gobierno en un régimen parlamentario cuenta con una herramienta formidable para disciplinar a la coalición: la disolución de la asamblea y convocatoria a elecciones generales. Por cierto, es una herramienta poderosa solo si aquella parte de la coalición que se mantiene leal al gobierno aparece con posibilidades de ganar la elección. Pero está bien que así sea. Si el gobierno ha perdido tanto el apoyo de las mayorías de la asamblea como del electorado, están dadas las condiciones para que se forme un nuevo gobierno. El régimen parlamentario permite que ello ocurra institucionalmente.

En condiciones de fragmentación, el presidencialismo tiende a generar débiles gobiernos de minoría. Sus defensores, sin embargo, proponen un remedio: el presidencialismo de coalición. Esta propuesta se basa en recientes descubrimientos de la ciencia política: los gobiernos de coalición no son propios de los regímenes parlamentarios, como se pensó hasta hace poco. Y uno de los casos paradigmáticos que destaca la ciencia política es precisamente el chileno a partir de 1990 (los otros casos paradigmáticos son Ecuador, Brasil, Benín, Kenia, Malawi, Armenia, Rusia, Ucrania). Pero esta literatura también confirma la tesis aquí defendida: si bien es cierto que los gobiernos de coalición no son exclusivos de los regímenes parlamentarios, ellos son considerablemente más probables en ellos. La misma literatura sugiere que la ‹caja de herramientas› a disposición del presidente depende mucho menos de condiciones institucionales, que pueden ser artificialmente creadas por reglas, que de condiciones fácticas, dependientes de múltiples factores difícilmente controlables. Por último, mirado de cerca, el presidencialismo de coalición ‹a la chilena› es particularmente ilustrativo de sus limitaciones. La Concertación en particular, fue una coalición inusual que solo se explica por las peculiares e irrepetibles condiciones políticas de la transición chilena. Por más de una década se proyectó en el tiempo con independencia de los ciclos electorales y de sus resultados. En cierto sentido, llegó a asemejarse a un partido mayoritario. A pesar de ello y en razón de que hasta el año 2006 no todos los senadores eran popularmente electos, la Concertación no controlaba una mayoría en ambas cámaras del Congreso Nacional. En este sentido, sus gobiernos fueron, aunque artificialmente, de minoría. Y el sistema político no tuvo inclinación alguna a ampliar la coalición para asegurar una mayoría. A pesar de ello, los gobiernos de la Concertación no fueron débiles. Más que a instituciones constitucionales, esto se debió a que el clima político de la transición favoreció una política de acuerdos entre gobierno (artificialmente minoritario) y la oposición. Durante el segundo gobierno de Bachelet había indicios manifiestos de que ese clima había cambiado. La debilidad del actual gobierno ha venido a confirmarlo. El presidencialismo chileno no favorece la creación de coaliciones capaces de asegurar gobernabilidad en condiciones de fragmentación y de política confrontacional.

La evidencia confirma que la probabilidad de coaliciones mayoritarias es considerablemente mayor en regímenes parlamentarios que presidenciales. La investigación también sugiere que las condiciones que favorecen la formación de coaliciones mayoritarias en regímenes presidenciales son menos el resultado de instituciones constitucionales que de factores políticos considerablemente independientes de dichas instituciones. En un momento de diseño constitucional como el que enfrentamos, los defensores del presidencialismo tienen la carga de justificar que esa sugerencia es errónea y que hay institucionales constitucionales específicas que favorecerían un presidencialismo de coalición. De lo contrario, estaremos desaprovechando un momento único para diseñar instituciones racionales para apostar a que el azar genere condiciones que favorezcan la gobernabilidad.

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