¿La Hora de la Razón Pública?
La demanda de representación de la diferencia caracteriza al actual momento político. Ella está en tensión con el ideal de razón pública que según la tradición liberal debería inspirar la elaboración de una una constitución. Es sin embargo posible que satisfecha dicha demanda mediante la presencia visible de la diferencia en la Convención —paridad y escaños reservados— resulte posible orientarse a la búsqueda de consensos constitucionales compatibles con la diferencia.
En principio, un proceso constituyente es el momento idóneo para desplegar aquello que la teoría política liberal denomina ‹razones públicas›, esto es, un tipo de razonamiento común y una apelación a valores fundamentales compartidos. En la estructura normativa del orden político liberal, entonces, el empleo de razones públicas permite justificar el ejercicio del poder coercitivo sobre una sociedad plural de personas libres e iguales. De otra forma, el ejercicio de dicho poder no es legítimo. En la formulación canónica de John Rawls, este deber justificatorio nos convoca precisamente en la discusión de los ‹esenciales constitucionales› y las materias de ‹justicia básica›, y es especialmente exigible —aunque solo como imperativo moral— a nuestras autoridades, representantes y funcionarios públicos. Pensando en el caso chileno, este ‹deber de civilidad› sería exigible a los delegados constituyentes. En cambio, si los delegados constituyentes apelan a principios ideológicos sectarios o fundamentan sus posiciones sobre razonamientos no accesibles al resto, como la experiencia personal o la revelación divina, se debilita el principio de legitimidad y se complica la posibilidad de contar con una ‹base pública de justificación›.
Sin embargo, las características contingentes del momento político chileno tensionan la exigencia de razones —y razonamientos— públicos. Parte relevante del debate ha girado en torno a la necesidad de promover visiones identitarias en el proceso constituyente (lo que explica la intensidad dramática de la conversación en torno a la paridad y los escaños reservados para pueblos originarios). En la lógica de la razón identitaria —para oponerla a la lógica de la razón pública—, lo importante es poner de manifiesto la diferencia de trayectorias vitales, que usualmente se traduce en la exigencia del reconocimiento de una particularidad. Dicho de otro modo, en la medida que una identidad particular produce un juicio particular, la razón identitaria no se elabora sobre lo que nos une, sino sobre lo que nos diferencia. En cierta medida, esta tensión recrea los conocidos desafíos que plantean las teorías del reconocimiento, de los derechos grupales y del multiculturalismo en general, a la santísima trinidad del liberalismo, que es individualista (todos valen por uno), igualitarista (todos valen lo mismo), y universalista (lo valen en todas partes). En cierto sentido, también recrea la oposición que ofrece la sociología política entre la idea de representatividad por evocación y la idea de representatividad por presencia: mientras la primera aspira a que el debate gire en torno a ideas y conceptos (libertad, justicia, igualdad, etc.) que son relativamente independientes de la identidad de sus voceros, la segunda aspira a que los representados puedan verse identificados en el conjunto de experiencias vitales del representante (las mujeres quieren mujeres, los indígenas quieren indígenas, los LGTBQ+ quieren LGTBQ+, etcétera).
Ahora bien, el sesgo identitario del actual proceso no es algo que uno pueda sencillamente desactivar como un elemento indeseable. Uno de los problemas de nuestra política es que descansó excesivamente en la capacidad de un grupo bastante homogéneo —hombres blancos heterosexuales católicos capitalinos de clase alta— de evocar conceptos y principios políticos que resonaran en la población, cada día más diversa. Una de las múltiples formas de interpretar el estallido social de octubre de 2019 es, precisamente, como una crítica al monopolio de representación de estas elites. El momento político, entonces, parece reivindicar lógicas identitarias que conspiran contra una lógica de la razón pública que, de acuerdo con la teoría política liberal, debería inspirar el trabajo de elaboración constitucional. De hecho, se ha señalado que la legitimidad política del proceso constituyente depende justamente de su capacidad de representar la heterogeneidad de la sociedad chilena contemporánea, especialmente de aquellas voces que han sido sistemáticamente excluidas de los procesos de deliberación y toma de decisiones. En este sentido, vale la pena tomarse en serio la crítica populista a la idea de razón pública liberal, a la que acusa de traducir los intereses hegemónicos de las elites dominantes al lenguaje de la racionalidad técnica y la neutralidad normativa. No habría tal cosa como un individuo desarraigado de su contexto, que razona desapasionadamente sobre principios de justicia desde una situación imaginada de imparcialidad. Por el contrario, habría cuerpos situados e historias concretas que generan conflictos inescapables, y que solo se resuelven sincerando un antagonismo de intereses. ¿Es acaso ésta la forma discursiva que debe adoptar el proceso constituyente?
No necesariamente. En este punto es bueno recordar que la idea de buscar términos de entendimiento para vivir juntos en un marco de profundas diferencias políticas ha sido la aspiración de toda teoría contractual, desde la protoliberal de Hobbes a la radicalmente democrática de Rousseau. Como ha sugerido el recientemente fallecido Gerald Gaus -probablemente el filósofo político que más cuidadosamente ha presentado el tema-, Rawls no inventó la idea de razón pública, simplemente la elevó a un grado mayor de sofisticación -que en algunos aspectos profundiza y en otros se aleja de los elementos tradicionales del contractualismo. En palabras de Gaus, todas las teorías del contrato social se basan en la convicción de que el objetivo de la filosofía política es identificar un marco público de razonamiento, o razón pública, que nos permita superar el conflicto que caracteriza al estado de naturaleza donde cada cual sigue su propio juicio sobre la moralidad y la justicia. No se trata entonces de negar el conflicto: el reconocimiento de su existencia nos exige una forma política de canalizarlo. He aquí una señal importante del ‹giro político› del propio Rawls para nuestro debate: en lugar de seres desvinculados, exponentes de una racionalidad abstracta y universal, su teoría madura de la razón pública se construye sobre la constatación de que las personas entienden el mundo y valoran la vida en forma distinta de acuerdo a sus propias experiencias y procesos de socialización, en la esperanza de que podamos encontrar un acuerdo político —un consenso traslapado, le llama— entre estos distintos entendimientos y valoraciones. Esta teoría no le pide a nadie que abandone sus visiones particulares sobre lo que constituye una vida buena; más bien aspira a construir una visión de justicia política a partir de aquello que compartimos. Tampoco existe una sola visión de justicia política admisible. Con miras al proceso constituyente, es importante tener a la vista que el objetivo se satisface —para revestir de legitimidad y estabilidad a nuestras instituciones políticas— en la medida que acordemos una visión de justicia política de un rango de alternativas admisibles. Que no sea exactamente la nuestra, no invalida el proceso desde este punto de vista. En resumen, la idea de razón pública que se vincula histórica y filosóficamente con las teorías del contrato social parece ser capaz de acomodar bastante más diversidad de lo que aparenta.
Respecto de la crítica populista, conviene recordar que dentro de la misma propuesta democrática y plebeya de Rousseau —que junto a Maquiavelo anticipa varias de las preocupaciones de la literatura populista contemporánea—, se exige a los ciudadanos que sean capaces de diferenciar entre el interés particular y el interés común. Es cierto que Rousseau piensa que es imposible que el pueblo pueda dañar al pueblo, pero aquello solo en la medida en que los individuos deliberen de una forma ‹pública›. Un delegado constituyente Rousseauniano entiende la diferencia entre la voluntad general y la voluntad de una mayoría contingente: mientras la primera se constituye pensando en modo ‹público› sobre intereses generales, la segunda solo agrega intereses (¿también identidades?) particulares. Existiría entonces una verdadera propuesta populista de razón pública, que no se aleja demasiado de la aspiración liberal, y que también entra en relativa tensión con la primacía de un discurso identitario.
Aquí encontramos, sin embargo, una pista para avanzar. Del mismo modo que Rawls reconoce dos planos —uno donde abrazamos una idea particular de la vida buena, y otro donde compartimos una idea de justicia con el resto de la comunidad política— y Rousseau reconoce la existencia de dos tipos de voluntad —una particular que tiende a la fragmentación y una general que tiende a la igualdad—, quizás sea igualmente posible desanclar el debido reconocimiento de una identidad particular, de la producción de juicios, argumentos y posiciones en el debate constitucional. Una vez asegurado el imperativo simbólico de representatividad por presencia —crucial para revestir de legitimidad política contextual al proceso constituyente en marcha—, la pregunta es si acaso la lógica identitaria es necesariamente opuesta a la deliberación pública en los términos expresados por la filosofía política contractualista, tanto liberal como democrática. En este sentido, la aspiración sería que las distintas identidades, desde la particularidad de sus trayectorias vitales, confluyeran en un tipo de razonamiento común orientado a la producción de un marco normativo compartido, que establezca las áreas de consenso y los espacios del disenso para el funcionamiento de una sociedad política plural.
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