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La ruleta de la Justicia Constitucional

Un grupo de constituyentes propuso traspasar parte de las atribuciones del Tribunal Constitucional a una sala de la Corte Suprema integrada aleatoriamente. La columna argumenta que con el azar se intenta que las preferencias políticas de los jueces no influyan en sus resoluciones; pero se genera otro problema: inconsistencia entre los fallos. Esta solo puede lograrse si la tarea la desempeña una sola sala de la Corte, argumenta el autor.

(Originalmente publicada en Tercera Dosis)

 

La prensa ha informado que un grupo de convencionales de izquierda ha propuesto la eliminación del Tribunal Constitucional. Lo cierto es que esta institución no tenía chances en el actual proceso constitucional. Por años hizo mucho por desacreditarse y no tenía ninguna posibilidad de que dos tercios de los convencionales lo rescataran. No es por eso sorprendente que la Iniciativa Convencional Constituyente Relativa a Justicia Constitucional proponga un sistema de control de constitucionalidad de las leyes que, efectivamente, prescinde del Tribunal Constitucional. Lo verdaderamente sorprendente de dicha iniciativa se encuentra en otros aspectos, que han pasado inadvertidos.

En su expresión de motivos, la iniciativa afirma que el Tribunal Constitucional se ha desempeñado como una auténtica tercera cámara legislativa. Como los ministros del Tribunal Constitucional no gozan de la legitimidad democrática que la elección popular confiere a diputados y senadores para aprobar y rechazar leyes, la crítica acusa al Tribunal de haber usurpado potestad legislativa democrática. Esta crítica concierne especialmente a una competencia específica que hoy ejerce el Tribunal, que consiste en examinar si un proyecto de ley contraviene la Constitución. Si el Tribunal determina que existe tal contravención, la disposición estimada inconstitucional no puede incluirse en el proyecto de ley que se promulgue.

En este sentido, su sentencia tiene un efecto equivalente a la no aprobación de una disposición legal por alguna de las cámaras del Congreso Nacional.

Consistente con esta crítica, la iniciativa no entrega el control de la constitucionalidad de los proyectos a la Corte Suprema, sino que prescinde de él por completo.

La iniciativa propone sin embargo mantener cierto control judicial sobre las leyes una vez que ya han sido publicadas. Se trata de una reformulación de un control que ha existido en Chile desde 1925 y que consiste en la posibilidad de que se declare que, por resultar inconstitucional, una ley no se aplique en un determinado juicio. En su origen, la competencia exclusiva para declarar esta «inaplicabilidad por inconstitucionalidad» fue entregada a la Corte Suprema. La reforma constitucional del año 2005 transfirió esta competencia al Tribunal Constitucional. La iniciativa propone devolvérsela a la Corte Suprema. Aquí radica lo sorprendente de la iniciativa: no en la devolución a la Corte Suprema, sino a qué Corte Suprema: una sala de nueve miembros, sorteada.

Los autores de la iniciativa no saben, porque nadie lo sabe, qué Corte Suprema establecerá la nueva constitución. Parecen asumir que no será una Corte muy distinta de la actual, que hoy se compone de 21 ministros (y doce abogados integrantes). Los nueve miembros que conocerían de la inaplicabilidad por inconstitucionalidad serían sorteados de entre los 21 ministros que componen la Corte. Ese sorteo sería específico para cada caso de inaplicabilidad. Aunque parezca increíble, hay 293.930 combinaciones posibles de nueve ministros sorteados de un universo de 21. Esto significa que la probabilidad de que a un mismo grupo de jueces corresponda conocer de dos inaplicabilidades es prácticamente nula. En otras palabras, la iniciativa establece que cada inaplicabilidad sea resuelta por un tribunal ad hoc. En vano buscará el lector en las cuatro páginas de expresión de motivos de la iniciativa una justificación a esta curiosa propuesta.

Uno de sus autores, el convencional y profesor de derecho Fernando Atria, ha defendido así la propuesta en redes sociales:

Solucionar la «indisciplina» por la vía de fijar la sala es fomentar una jurisprudencia que está disciplinada no por el derecho, sino por la subjetividad de los miembros de la sala. Una solución como la propuesta enfrenta a los jueces de la CS a una alternativa: o mantienen la actual «indisciplina», y serán crecientemente vistos como un control arbitrario y caprichoso, cuyo resultado depende solamente de un sorteo, lo que probablemente llevará a su reforma porque por lo caprichoso nadie lo verá como algo valioso de mantener, o desarrollan una jurisprudencia capaz de mantenerse en el tiempo pese a la variación en la composición. Esta es la solución deseable a la «indisciplina». La propuesta alinea así el interés de preservación institucional de la CS con la solución deseable a la indisciplina.

Atria considera que el sorteo de jueces es un medio para «disciplinar la jurisprudencia» (que llamaré «uniformidad de la jurisprudencia»). Esta consiste en evitar que dos casos análogos sean resueltos de forma distinta. Así lo exige la igualdad ante la ley: no es justo que dos personas, en similar situación, reciban un trato distinto. En segundo lugar, para garantizar que los particulares nos encontramos sometidos al imperio de la ley. ¿Qué ley es aquella cuyo sentido depende del juez a quien toca aplicarla?

La «uniformidad de la jurisprudencia» supone dos condiciones. La primera es absolutamente necesaria, y consiste en que el tribunal supremo resuelva consistentemente. La segunda, que los demás tribunales se ajusten a la jurisprudencia de aquel. Esta última condición no es imprescindible, pues la dispersión jurisprudencial puede ser corregida por el tribunal supremo. Pero si ella falta se tenderá a sobrecargar al tribunal supremo, alargando los juicios y haciendo más difícil el cumplimiento de la primera condición (es objetivamente más fácil mantener uniformidad cuando se dictan 90 sentencias al año, como hace la Corte Suprema de Estados Unidos, que cuando se dictan más de cien mil, como hace la chilena).

La pregunta entonces es por qué una sala sorteada para cada caso sería más idónea que un tribunal integrado siempre por los mismos jueces para que la Corte Suprema resuelva consistentemente. Atria parece conceder que, si esa fuera la pregunta decisiva, sería preferible una sala estable. Pero él no considera deseable esta opción porque en tal caso la uniformidad respondería a «la subjetividad de los miembros de la sala».

Atria agrega así un segundo elemento al fin buscado: no se trata solo de producir uniformidad jurisprudencial en el tribunal supremo, sino una uniformidad que no dependa de la subjetividad de los jueces, sino de la objetividad del derecho. Como de lo que se trata es del control de constitucionalidad en la aplicación de la ley, la objetividad del derecho está aquí dada por dos elementos: el sentido de la Constitución y el sentido de la ley que se controla. Solo si ambos sentidos son incompatibles, la Corte debiera declarar la ley inaplicable por inconstitucional.

En principio no se puede estar en desacuerdo con Atria en este segundo elemento del fin perseguido. No es deseable una uniformidad jurisprudencial que descansa principalmente en las preferencias políticas de los jueces con desprecio por el genuino sentido de la Constitución y la ley. Naturalmente, los autores de la iniciativa estiman que eso es lo que ha ocurrido con el Tribunal Constitucional y su propuesta de sala sorteada busca evitar que lo mismo ocurra con la Corte Suprema.

La iniciativa, sin embargo, descansa en una contraposición ingenua entre la subjetividad de los jueces y la objetividad del derecho. Sus autores deben saber que hay casos judiciales fáciles y difíciles. Los primeros son aquellos en que cualquier juez con un razonable conocimiento del derecho y sentido del deber resolvería en un mismo sentido, resultando así indiferente quién sea el juez. Pero no es inusual que dos jueces bien versados en el derecho y con un fuerte sentido de su responsabilidad, discrepen de buena fe sobre el modo correcto de resolver un caso. La existencia de estos casos difíciles no es una anomalía que pueda ser superada. Ella determina que no siempre resulte indiferente quiénes sean los jueces que resuelvan esos casos en última instancia. Pensar lo contrario no es solo utópico, sino también ingenuo.

Sin casos difíciles, por otra parte, no se justificaría la existencia de una Corte Suprema. Toda sentencia injusta se debería a uno de dos vicios: ignorancia del derecho o incumplimiento del deber de resolver conforme a derecho. Un buen sistema de cortes de apelaciones sería suficiente para corregir estos dichos. Pero al existir casos difíciles, la uniformidad de la jurisprudencia no queda asegurada atacando esos vicios. Pues aún ocurrirá que dos cortes de apelaciones, conocedoras del derecho y leales a su deber, diferirán de buena fe sobre lo que el derecho exige en el caso particular. Se requiere entonces un tribunal único que unifique la jurisprudencia. Es por eso que ya el año 1893, al crearse el recurso de casación en el fondo ante el pleno de la Corte Suprema, el Presidente Montt afirmó que dicho recurso «introduce en nuestra legislación una novedad reclamada por las necesidades de dar uniforme aplicación a las leyes» (Mensaje del Código de Procedimiento Civil).

El factor humano es sencillamente ineludible. La única forma de producir consistencia en la Corte Suprema, condición necesaria para que exista uniformidad de jurisprudencia en el sistema de juicios, es que un único y mismo tribunal resuelva todos los casos relativos a una misma materia. Único y mismo tribunal no se refiere al órgano («la Corte Suprema»), sino al conjunto de jueces que lo integran. Lo tuvieron muy claro los redactores del Código de Procedimiento Civil, el disponer lo siguiente en la ley promulgatoria:

Para conocer en los recursos de casacion en el fondo i de revision, la Corte Suprema funcionará en un solo cuerpo con la concurrencia de siete jueces, por lo ménos (art. 3 inc. 1; se ha respetado la ortografía original).

La iniciativa de los convencionales parece creer, sin embargo, que esta condición se puede lograr con salas aleatorias. Pero Atria no explica cómo podría la Corte desarrollar una jurisprudencia consistente. Confía en que la resistencia de los ministros a una reforma de la Corte como consecuencia probable de una jurisprudencia arbitraria los llevará a encontrar el camino. Se equivoca.

Por cierto, que el litigante que pierde un juicio porque le tocó una sala con un criterio distinto del que recientemente sostuvo otra sala de la misma corte se sentirá agraviado. Pero ese agravio particular no resonará en la opinión pública a menos que se trate de un asunto que interese a la prensa. La ciudadanía y los políticos no se interesan en general por las sentencias judiciales y son relativamente indiferentes a la irracionalidad del sistema. Lo cierto es que para la opinión pública es muy difícil advertir la dispersión jurisprudencial. Por otra parte, la reforma de la judicatura o de las competencias de la Corte es tan difícil e inusual, que resulta improbable que los ministros hagan esfuerzos extraordinarios para evitar esa improbable reforma. Pero lo más importante es que, aunque quisiera, con salas aleatorias la Corte no dispondrá mecanismos para producir jurisprudencia uniforme.

La Corte actual no es indiferente a la dispersión jurisprudencial. No por temor a ser reformada, sino porque algún peso tiene sobre los hombros de sus ministros la responsabilidad de evitar una jurisprudencia oscilante. Aun así, no logra evitarla. Es interesante atender a un mecanismo que utiliza la Corte para evitar la extrema dispersión de sus propios fallos. Cuando una sala advierte que debe conocer y fallar varios casos similares, suele ordenar que las respectivas causas se vean «una en pos de la otra». En los hechos, esto significa que todas las causas similares deben ser oídas y deliberadas en el mismo día, asegurando así que será un mismo grupo de jueces el que resolverá todas las causas similares y que al fallar unas lo harán con plena conciencia de cómo han fallado las otras. Esta es una de las pocas herramientas de que dispone la Corte dada la extraordinaria inestabilidad de la integración de la Corte (véase Correa, Minuta).

Los autores de la iniciativa quizás piensan que la Corte producirá una jurisprudencia uniforme y estable porque los jueces sorteados serán deferentes a lo que en el pasado resolvió otra sala sorteada en un caso similar. Pero si esa deferencia nunca ha existido en la Corte, ¿Por qué habría de existir ahora? Incluso la Cámara de los Lores, que entre 1861 y 1966 se consideró a sí misma obligada a segur sus propios precedentes, anunció ese último año que abandonaba esa práctica (Lord Chancellor (Lord Gardiner), Practice Statement (1966), [1966] 3 All ER 77).

Los autores parecen depositar su esperanza en que los jueces se vean forzados a fundar sus sentencias con razones tan persuasivas que los futuros jueces sorteados no puedan evitar sustraerse a ellas. Ya no se trataría de deferencia formal a lo antes resuelto, sino de deferencia a las mejores razones. La objetividad del derecho en lugar de la subjetividad de los jueces. Esta ingenua esperanza ignora la naturaleza de los casos difíciles: podrá haber razones persuasivas en un sentido, pero también las habrá en sentido contrario.

En un caso difícil, por definición, no hay razones que la comunidad estime concluyentes.

Por eso, la esperanza de que una sala sorteada generará consistencia jurisprudencial no es más que una ilusión sin fundamento. En realidad, al entregar la inaplicabilidad a un tribunal aleatorio, la iniciativa renuncia del todo a la posibilidad de una jurisprudencia uniforme.

Todo lo dicho se aplica a cualquier tipo de juicio. Y aunque hoy la Corte Suprema no funciona con salas sorteadas, la inestabilidad en la integración es igual que si lo fueran (véase Correa, Minuta). Por cierto, contrario a la predicción de Atria, eso no ha producido jurisprudencia uniforme. La iniciativa propone consagrar constitucionalmente, para el control de constitucionalidad de las leyes, la misma irracionalidad que de facto aqueja a toda la actividad judicial de la Corte Suprema.

Para quien quiera verlo, es evidente que la Corte Suprema no cumple actualmente la función de uniformar el derecho. Y es asimismo evidente que no lo hace porque no puede hacerlo, debido tanto a condiciones estructurales, como procedimentales y ambientales (véase Correa, ¿Debiera la Constitución Imponer la Obligación de Seguir los Precedentes?). Una de esas condiciones es precisamente la inestabilidad en la integración de la Corte. La Convención Constitucional, en vez de consagrar constitucionalmente esta inestabilidad, debiera deliberar sobre la manera de asegurar que sea siempre un mismo grupo de jueces el que conozca y resuelva una misma clase de casos.

Como siempre careceremos de consenso para determinar cuál es la solución correcta en algunos casos, su uniforme solución no es lo mismo que su correcta solución. A esta no podemos aspirar; a la uniformidad, sí. Y como la jurisprudencia uniforme en los casos difíciles depende de lo que he llamado el factor humano, no es indiferente quiénes sean los jueces de la Corte Suprema. El riesgo de politización es entonces consustancial a dicho tribunal. El precio de disminuirlo transformando la justicia constitucional en una ruleta es demasiado alto. Así, junto con procurar la estabilidad en la integración de la Corte, la Convención Constitucional debiera avocarse a estudiar el mecanismo de designación de jueces supremos que dé las mayores garantías no ya de una inviable neutralidad ideológica, pero sí de alto profesionalismo y genuina independencia.

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