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Para Pensar los Derechos Económico-Sociales

La cuestión de los derechos económico-sociales exige tomar decisiones constitucionales que van más allá de la decisión de qué derechos consagrar. Estas decisiones exigen mirar con atención el lugar que corresponderán al legislador, gobierno y administración, y jueces.

Propongo el siguiente punto de partida para pensar sobre el lugar que corresponde a los derechos económico-sociales en una constitución: es tarea de la política democrática determinar qué necesidades socioeconómicas satisfacer mediante la acción del Estado y cómo hacerlo. En adelante, me referiré a esta premisa como el ‹principio democrático›. Asumo que buena parte de los lectores estará de acuerdo con este principio democrático al menos en principio, de manera que omito su justificación y paso a examinar sus consecuencias.

Una constitución democrática debe cumplir al menos dos funciones: constituir un poder democrático y delimitar su ámbito de operación. Para cumplir la primera función la constitución instituye los principales órganos del Estado, les asigna competencias y establece los procedimientos para determinar quiénes los integrarán. La segunda función la cumple, principal aunque no exclusivamente, reconociendo ciertos derechos que las autoridades democráticas no pueden vulnerar.

Si la determinación de las necesidades socioeconómicas a satisfacer mediante acción del Estado es tarea de la política democrática, resulta entonces clara la relación existente entre los derechos económico-sociales y la primera de las señaladas funciones constitucionales: al instituir un poder democrático, la constitución crea las condiciones para que se lleve a cabo la determinación democrática, siempre revisable, de las acciones estatales dirigidas a satisfacer necesidades socioeconómicas.

Menos obvia es la relación de los derechos económico-sociales y la función constitutional de delimitar el ámbito de la acción estatal. Aquí hay definiciones constitucionales a dos niveles. En un primer nivel, la constitución debe determinar si la satisfacción de necesidades socioeconómicas constituye una finalidad estatal legítima. Aunque en la filosofía política puedan encontrarse tesis afirmando que el Estado no puede legítimamente realizar acciones dirigidas a la satisfacción de necesidades socioeconómicas, lo cierto es que ninguna constitución actual adhiere a semejante tesis. Así por ejemplo, la actual Constitución Política de la República de Chile, contiene en su artículo primero una cláusula conforme a la cual el Estado «debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible» (Constitución Política 1980, art. 1 inc. 3). Esta cláusula impide afirmar que la actual Constitución prohíbe al Estado emprender acciones dirigidas a satifacer necesidades socioeconómicas. Ninguna fuerza política relevante tiene hoy en su agenda modificar esta definición constitucional. Es por eso que las dificultades prácticas se plantean sólo en el segundo nivel.

En este segundo nivel cabe preguntarse si, habiendo admitido que la intervención socioeconómica constituye una legítima actividad estatal, la constitución le debe imponer límites y deberes positivos. Consideremos primero la cuestión de los límites.

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Se convendrá en que los límites constitucionales a la política socioeconómica están en principio reñidos con la premisa sentada al comienzo de estas líneas. Una constitución que limita las posibles acciones del Estado restringe el ámbito de decisiones democráticas posibles y, en ese sentido, sitúa en la propia constitución decisiones sobre política socioeconómica. Por ejemplo, si la constitución prohíbe condicionar el derecho de los trabajadores a negociar colectivamente a su afiliación a un sindicato, el legislador democrático no podrá recurrir a dicha herramienta para promover la sindicalización[1]. En otras palabras, la constitución habrá tomado ya una definición liberal en materia de protección del trabajo que restringe significativamente el espacio de acción de los órganos democráticos.

Como inevitablemente estas decisiones son objeto de controversia política, el hecho de localizarlas en la constitución política, al tiempo que intenta removerlas de la política ordinaria, más bien tiende a arrastrar la constitución a esta misma política. En otras palabras, una constitución que imponga límites significativos a la política socioeconómica ordinaria difícilmente logrará amplia legitimidad y probablemente estará al centro de la controversia partidista. Esto no solo afectará al texto de la constitución, sino muy especialmente a los órganos con competencia para interpretarla y, así, definir exactamente el ámbito legítimo de actividad socioeconómica del Estado.

Para evitar este problema no es necesario consagrar derechos económico-sociales en la constitución. Basta con asegurar que en el primer nivel quede autorizada la actividad socioeconómica del Estado y, en el segundo, se elimine toda regla constitucional a favor de un Estado limitado.

No es sin embargo posible eliminar toda limitación sin renunciar a un Estado comprometido con la libertad. Por regla general las constituciones garantizan derechos individuales de libertad, tales como los derechos a no ser sometido a esclavitud, a moverse libremente de un punto a otro del territorio nacional, a la vida privada y el derecho de propiedad. Estos derechos delimitan el ámbito de acción del Estado. No importa cuán democrática sea la decisión de someter a esclavitud a determinado grupo: en la medida en que vulnera el reconocido derecho a no ser sometido a esclavitud, ella excede el legítimo ámbito de acciones estatales.

Aunque los derechos de libertad no niegan la legitimidad de la actividad socioeconómica del Estado, ellos indudablemente pueden restringir los instrumentos a su disposición para desplegar tal actividad. Esto es particularmente evidente en el caso de la propiedad: ella impide una política habitacional que imponga a los propietarios de viviendas de cierto tamaño la obligación de acoger gratuitamente en ellas a personas que carecen de techo.

El reconocimiento jurídico de un derecho de libertad importa reconocer que el Estado no puede vulnerar dicho derecho, pero sin señalar cuáles son las acciones estatales prohibidas. Así, la constitución reconoce el derecho de propiedad y prohíbe al Estado vulnerarlo, pero no señala las acciones específicas que importan su vulneración y que en consecuencia quedan prohibidas. En el ejemplo anterior se infirió que el derecho de propiedad impide al Estado imponer al propietario de una vivienda la obligación de acoger gratuitamente en ella a extraños. Se trata de una inferencia razonable, pero no por ello deja de ser una inferencia. Muchas inferencias serán sin embargo controversiales. Y ellas típicamente se formularán en el contexto de la discusión en la arena política de medidas legales o reglamentarias, cuya finalidad puede ser la satisfacción de necesidades socioeconómicas de sectores de la población, pero que afectan intereses que pudieran estar amparados por un derecho de libertad.

En este punto resulta imprescindible reconocer dos cosas. En primer lugar, lo que he denominado ‹inferencia› no es un procedimiento que pueda aislarse de consideraciones morales o políticas que resisten una justificación categórica y objetiva. En otras palabras, en estas materias un cierto grado de subjetividad resulta inevitable. El segundo punto se sigue del primero: si cierto grado de subjetividad es inevitable, resulta crítico a quién se reconoce competencia para determinar si determinada medida estatal vulnera o no un derecho constitucional. Bajo la Constitución de 1833, dicha competencia correspondía al legislador (Constitución 1833, art. 164). Asimismo bajo la Constitución de 1925, salvo en el contexto de un juicio, en que se reconoció dicha competencia a la Corte Suprema (Constitución 1925, art. 86 inc. 2). Con la reforma constitucional del año 1969, se entregó autoridad en la materia a un Tribunal Constitucional (Constitución 1925, art. 78 letras a y b), situación que la actual Constitución mantuvo (Constitución 1980, art. 82 Nº 1, Nº 3 y Nº 6) y que la reforma del 2005 reforzó (Constitución 1980, art. 93 Nº 7). Por otra parte, con la creación del recurso de protección por el Acta Constitucional Nº 3, en el año 1976, esta competencia se había confiado también a las cortes de apelaciones (y la Corte Suprema la extendió para sí) cuando la medida impugnada no era de orden legislativo. Hoy, entonces, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema son las autoridades finales que dirimen cuándo una medida estatal, incluidas aquellas que tienen por objeto satisfacer necesidades socioeconómicas, vulnera un derecho constitucional.

En resumen, en torno a la cuestión de los derechos económico-sociales y los límites constitucionales a la acción del Estado, cabe afirmar, primero, que si se acepta la premisa de que es legítima función de la autoridad democrática determinar qué necesidades sociales el Estado debe satisfacer y los medios para ello, la constitución debe evitar definiciones socioeconómicas que limiten el marco de acción de dicha autoridad. En segundo lugar, que debe ponerse atención a la definición del órgano con competencia para determinar los límites que los derechos individuales de libertad imponen a la autoridad democrática.

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Examinemos ahora la cuestión de los deberes. La premisa a partir de la cual hemos desarrollado estas líneas afirma que corresponde a las autoridades democráticas determinar qué necesidades socioeconómicas satisfacer así como los instrumentos para su satisfacción. Este principio democrático puede llegar a estar en tensión, no con la idea de derechos, pero sí con la de derechos constitucionales de carácter económico-social (en lo que sigue, usaré la expresión ‹derechos económico-sociales› para referirme exclusivamente a derechos de esa naturaleza reconocidos en la constitución). En efecto, si el legislador o el regulador democráticos confieren a determinadas categorías de personas derechos a determinadas prestaciones sociales, ellos habrán actuado en ejercicio de sus prerrogativas. Pero si la constitución asegurara prestaciones sociales con independencia de las decisiones de los autoridades democráticas, privaría a estas de competencia para limitar dichas prestaciones, reduciendo así el espacio del juego democrático.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, no es sin embargo evidente que los derechos económico-sociales cumplan esa función de asegurar determinadas prestaciones sociales. Las prestaciones sociales tienen por finalidad producir determinados efectos materiales en la sociedad. Por su naturaleza, los efectos buscados solo pueden conseguirse mediante programas que se ajusten a la realidad social. Como la realidad social es compleja, dichos programas tienen que ser asimismo complejos. Esta complejidad viene determinada no solo por la variedad de situaciones sociales que requieren tratamiento diferenciado, sino también por las transformaciones que ocurren en el tiempo. De manera que los respectivos programas sociales deben poder ser periódicamente ajustados a la inevitables transformaciones sociales.

Considérese por ejemplo la finalidad de asegurar acceso a la población a prestaciones de salud (sobre la constitución y la protección de la salud, véase Paraje). Ella podría reconocerse en un derecho constitucional de carácter económico-social. Resulta sin embargo evidente que la finalidad perseguida no puede significar que la mera reclamación por una persona de una determinada prestación de salud constituye título suficiente para impetrar dicho derecho. Es necesario determinar que dicha reclamación se encuentra justificada. Y ello sólo es posible previa determinación de los criterios de justificación. Los siguientes podrían constituir criterios relevantes: la situación socioeconómica del reclamante; la gravedad de su estado de salud; la efectividad de los tratamientos disponibles; su costo; la existencia de tratamientos alternativos al solicitado; etc. Es por otra parte evidente que la justificación varía en el tiempo, pues surgen nuevos tratamientos y varían tanto los costos de los existentes como la disponibilidad de recursos públicos[2].

El juicio de que una determinada prestación se justifica puede hacerse en abstracto, antes de toda reclamación particular. Así por ejemplo, se puede decidir que el Estado otorgará prestaciones de salud vinculadas al parto. Estas decisiones típicamente se recogen en leyes o reglamentos, que luego se aplican a los casos particulares. Alternativamente, el juicio puede hacerse en concreto cuando se presenta una reclamación. Así ocurre típicamente en Chile con el recurso de protección.

La complejidad regulatoria determina que la constitución no resulte adecuada para determinar en abstracto a qué prestaciones específicas quedará obligado el Estado. Como se ha explicado, para lograr la finalidad perseguida, tal regulación debe tener una complejidad y dinamismo que no es compatible con la naturaleza de una constitución política. Esto no significa que no sea posible consagrar en la constitución derechos económico-sociales. Significa que tal consagración no puede tener, salvo tal vez en aspectos muy puntuales (por ejemplo, a una educación gratuita[3]; la cuestión naturalmente se vuelve compleja si además se presente garantizar una educación «de calidad», la que ni siquiera con una regulación legal detallada se puede asegurar[4]), el efecto de imponer directamente la obligación de prestaciones estatales.

Si la posibilidad de garantizar prestaciones socioeconómicas en la constitución es muy limitada, ¿qué sentido puede tener la consagración constitucional de derechos económico-sociales? Al menos tres. En primer lugar, confirma la definición de primer nivel: el Estado tiene como finalidad legítima la generación de condiciones sociales y económicas. Aun cuando un derecho económico-social pudiera no garantizar directamente una determinada prestación, no cabe duda de que habilita al Estado de establecer programas sociales concretos con la finalidad de dar protección de dicho derecho.

Segundo, esta función habilitante tiene una importante consecuencia interpretativa. Como vimos arriba, los derechos de libertad imponen limitaciones que pueden afectar a determinadas políticas sociales. En la medida en que la constitución reconoce derechos económico-sociales, las medidas legislativas y reglamentarias destinadas a satisfacer dichos derechos, tendrán más posibilidades de estimarse justificadas aun cuando afecten en algún grado tales derechos de libertad.

Por último, los derechos económico-sociales tienen un valor simbólico. Es un error pensar que por ser simbólico su importancia es secundaria. Toda actividad humana, y ciertamente la política, está fuertemente condicionada por símbolos. Los derechos económico-sociales cumplen en este sentido la función de orientar normativamente la actividad política: una vez que la constitución reconoce un derecho económico-social, se hace difícil para las distintas fuerzas políticas dejar de ofrecer programas que, de alguna manera, den cuenta de ese derecho.

Volvamos al problema del aseguramiento efectivo de los derechos económico-sociales. Habíamos dicho que, salvo excepciones, la constitución no resulta adecuada para realizar la determinación abstracta de las prestaciones específicas que el Estado está obligado a otorgar. En consecuencia, una constitución que reconoce derechos económico-sociales debe adoptar una segunda definición: ¿a quién confiar la determinación de tales prestaciones? Se recordará que esa determinación puede ser abstracta o concreta. Por otra parte, las autoridades a quienes se puede confiar su determinación son el legislador (ley), el gobierno (reglamento) o los jueces. Si se combinan ambos criterios, resulta la siguiente matriz de posibilidades:

Legislador Gobierno o Administración Jueces
Determinación abstracta Programa social legislativo Programa social administrativo Auto acordado o sentencia con efectos generales que establece programa social
Determinación concreta Ley que otorga prestación en caso concreto Resolución administrativa que otorga prestación en caso concreto Sentencia que acoge demanda en caso concreto

No todas estas posibilidades están sin embargo disponibles. Desde luego, no es adecuado que el legislador se dedique a resolver casos particulares. Ni se reconoce a los tribunales la facultad para establecer reglas generales, sea a través de autos acordados o de sentencias, salvo para cuestiones procedimentales o de orden propiamente judicial. El principio de legalidad, por otra parte, impide una autorización abierta al gobierno para decidir prestaciones sociales en casos concretos sin la orientación de una regulación general (legal o reglamentaria). Quedan entonces tres posibilidades: determinación abstracta por el legislador, determinación abstracta por el gobierno, o determinación concreta por los jueces. Es entre estas opciones, o una combinación de ellas, que la constitución debe tomar una decisión.

La opción por la determinación judicial concreta parece atractiva por cuanto ofrece suplir la inactividad del legislador. En efecto, supóngase que la constitución reconoce el derecho al restablecimiento de la salud y que ni el legislador ni la administración han establecido programa alguno que ofrezca cobertura a una determinada enfermedad. Si la constitución permite reclamar amparo en tribunales, queda todavía la posibilidad de que estos ordenen otorgar la cobertura solicitada. Y esta posibilidad no parece lejana, pues es difícil rechazar una solicitud concreta apremiante que además aparece amparada en un derecho constitucional.

A estas ventajas de la determinación judicial concreta deben oponerse sus desventajas. En primer lugar, estas decisiones importan asignación de recursos. Y como los recursos tienen usos alternativos, no es racional tomar decisiones sobre su asignación sin considerar tanto la necesidad que se está cubriendo como aquellas que se están dejando de cubrir. Es sin embargo de la naturaleza de la determinación judicial que ella es ciega a lo segundo. Cuando un juez ordena al Estado otorgar una prestación no necesita preguntarse por la fuente de los recursos, de manera que no considera el impacto de su decisión más allá de la necesidad que satisfará. En otras palabras, el juez atiende a lo positivo de su decisión ignorando del todo sus consecuencias negativas. Se comprenderá que si la determinación judicial llega a constituir un sistema, la agregación de efectos negativos indeseados puede llegar a ser muy significativa.

En segundo lugar, los jueces están en general limitados a ofrecer soluciones dentro de estructuras que ellos no pueden modificar sistemáticamente (aunque sí pueden socavarlas episódicamente). Muchas necesidades solo pueden satisfacerse muy imperfectamente, o a un costo desmesuradamente alto, sin emprender reformas estructurales que los jueces no pueden realizar.

En tercer lugar, hay buenas razones para pensar que el acceso a tribunales es menos igualitario que el acceso a servicios públicos administrativos. La sola necesidad de intervención de abogado constituye una barrera para muchas personas. La regulación abstracta legal o reglamentaria ofrece más posibilidades para garantizar el acceso a quienes más lo necesitan.

En cuarto lugar, aunque la determinación judicial ofrece suplir la inactividad legislativa y reglamentaria, es probable que indirectamente la promueva. Esto ocurre porque el reconocimiento de un derecho, unido a la posibilidad de reclamarlo judicialmente, genera la impresión de que el problema ya se encuentra resuelto, reduciendo la presión sobre el legislador y el gobierno.

Quedan, por otra parte, la determinación abstracta legislativa o reglamentaria. La primera es más engorrosa que la segunda, pero ofrece mayor control parlamentario. Ambas se pueden combinar. Es posible reservar a la ley la regulación del marco general de los programas socioeconómicos y la autorización de gastos, compartiendo la ley y el reglamento, con primacía de la primera, la regulación de detalle. Por cierto, esta regulación abstracta requiere órganos y procedimientos para su aplicación concreta, la que puede quedar entregada a la administración con posibilidad de revisión judicial (esta función de la Administración, como ejecutora concreta de un programa abstracto, es distinta de la determinación administrativa que descartamos arriba como contraria al principio de legalidad).

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Son varias las cuestiones que la nueva constitución deberá definir en relación con los derechos económico-sociales. En primer lugar, deberá confirmar que la mejora de las condiciones sociales de la población es una legítima función estatal. En segundo lugar, deberá evitar reglas que restrinjan las competencias de los órganos democráticos para diseñar programas económico-sociales. En tercer lugar, deberá diseñar órganos de control de constitucionalidad que entiendan que la interpretación de la constitución no tiene por objeto maximizar la libertad formal, sino más bien contribuir a compatibilizar la acción del Estado con ciertos núcleos de libertad. En cuarto lugar, deberá que orientaciones socioeconómicas señalar al Estado. Por último, deberá decidir los respectivos papeles que corresponderán al legislador, gobierno y administración, y jueces, en el diseño y ejecución de políticas estatales en prosecución de dichas orientaciones.

 

Notas

[1] Tal fue la interpretación que el Tribunal Constitucional dio a la actual Constitución (sentencia de 9 de mayo de 2016, rol 3016­–16).

[2] El artículo 75.2 de la Constitución de Dinamarca ofrece un ejemplo interesante. Reconoce el derecho a la asistencia pública de las personas incapaces de mantenerse a sí o a su familia y cuya mantención no sea responsabilidad de otros, siempre que cumpla con las obligaciones que a ese respecto le imponga la ley. La Constitución no define bajo qué condiciones se estimará que una persona es incapaz de mantenerse, ni qué personas son responsables de su manutención antes que el Estado, ni la asistencia pública que se le otorgará, ni las obligaciones que debe cumplir para recibir esta asistencia. Todo esto es objeto de determinación por los órganos democráticos.

[3] La actual Constitución impone al Estado el deber de financiar un sistema de educación básica y media gratuitos (art. 19 Nº 10 inc. 5). La Constitución para el Reino de los de Neerlandeses impone al Estado la obligación de financiar no solo la educación de formación general pública, sino también la privada que cumpla las condiciones que establezca la ley (art. 23.7).

[4] Véase el artículo 23.5 y .6 de la Constitución para el Reino de los Neerlandeses, que dispone que las condiciones de calidad de la educación se regulen por ley.

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