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¿Juicios por jurados en la nueva Constitución? Algunos lineamientos para debatir

Más relevante que la incorporación de legos al juzgamiento de delitos, es adoptar una estructura idónea que permita evitar algunos de los inconvenientes que han perseguido a los jurados a lo largo de su historia reciente. Para ello, resulta necesario, antes que todo, tener claridad acerca de las expectativas del rol que un jurado puede o no puede desempeñar.

En los últimos meses, políticos de los más disímiles colores han propuesto reformar el proceso penal vigente, incorporando al mismo el juicio por jurados. Si bien los motivos esgrimidos por dos ex precandidatos presidenciales se acercan más a razones ideológico-partisanas (tribunales populares en el caso de Daniel Jadue) o bien ilógicas (garantías para la víctima de un delito en el caso de Joaquín Lavín) (véase Bascuñán), el solo hecho de que se haya planteado y debatido abiertamente la incorporación de un juicio por jurados para el juzgamiento de delitos, ya es un hecho sin parangón en nuestra historia reciente.

Si bien, hasta donde tengo conocimiento, la Convención Constitucional en funcionamiento no ha discutido (hasta ahora) el tema, ni tampoco ha sido expresamente propuesto por alguno/a de los/as constituyentes elegidos, ello no obsta a que dicha discusión pueda generarse. El presente trabajo busca entregar algunos lineamientos para encauzar adecuadamente una eventual discusión en ese sentido.

Lo primero que cabe destacar es que la existencia de un juicio por jurados en materia penal no obedece necesariamente a un mandato constitucional. En este sentido, si bien paradigmáticamente en los Estados Unidos el artículo tercero, sección segunda de la Constitución consagra el juicio por jurados para el juzgamiento de crímenes, y la VI Enmienda reconoce el derecho al juicio por jurados como una garantía, en Alemania, la implementación de tribunales de jurado a lo largo del Siglo XIX, y su sustitución por un sistema escabinado en 1924, no han venido impulsados desde el texto Constitucional[1], sino fundamentalmente a partir de reformas introducidas a la GVG (Ley de organización de tribunales) cuyo texto original data de 1877.

En otros ordenamientos -paradigmáticamente Argentina y parcialmente en España- la existencia de un mandato constitucional que prescribe el juzgamiento de crímenes por jurados (art. 24 de la Constitución argentina y art. 125 de la Constitución española), no se tradujo inmediatamente en la consagración de mecanismos de juzgamiento por jurados. Por el contrario, en ambos países, el juicio por jurados fue introducido recién en las postrimerías del siglo XX, e incluso, en el caso argentino, se encuentra consagrado solo en la regulación procesal penal de algunas provincias. En consecuencia, la discusión sobre una eventual introducción de un sistema de jurados, no se encuentra necesariamente limitada a lo que la Convención Constitucional decida a este respecto.

Ahora, más allá del reconocimiento del juicio por jurados en un determinado ordenamiento, lo cierto es que sus orígenes históricos son de larga data. En el mundo anglosajón, sus inicios se atribuyen a la Inglaterra Anglosajona, incluso antes de que la Carta Magna de 1215 reconociera expresamente el derecho a ser juzgado por pares. En los Estados Unidos, antes de la declaración de independencia, el juicio por jurados era reconocido como una garantía fundamental. Al respecto, basta con recordar que Thomas Jefferson citó en la declaración de independencia como uno de los motivos por los cuales se fundamentó la separación de Inglaterra, el hecho de que dicho país habría privado, en muchos casos, a los ciudadanos de las colonias de los beneficios del juicio por jurado. Posteriormente, en Duncan v. Louisiana (1968), la Corte Suprema estadounidense resumió de manera memorable esta característica histórica del jurado al catalogarlo de “baluarte contra la tiranía”.

Bajo la tradición del civil law, el jurado se consagró -desde la ilustración- como uno de los pilares históricos de una justicia que permitiese superar el sistema inquisitivo propio del antiguo régimen. En efecto, en la Francia revolucionaria, una de las primeras reformas a la justicia penal fue la ley de 1791 que introdujo el sistema de jurado. Precisamente, los tres pilares de un sistema reformado y que se buscó adoptar en la Europa post revolucionaria fueron: la creación de un Ministerio Público (en tanto órgano dedicado a la formulación de una acusación, y en determinados sistemas, a cargo de la investigación de conductas constitutivas de delitos); el juicio oral y publico (antítesis del juicio por actas propio de la inquisición); y por último, el juicio por jurados (sistema opuesto al juzgamiento por jueces designados por el monarca, adscritos al antiguo régimen).

En Chile, el juicio por jurados existió para el juzgamiento de delitos de imprenta, desde 1813 hasta 1925 (véase Piwonka). A partir de dicho año, el juzgamiento de todos los delitos fue entregado a los juzgados del crimen, siendo sustanciados bajo un procedimiento secreto, escrito y exclusivamente a cargo de jueces letrados. Si bien la reforma procesal penal introdujo dos de los tres elementos propios de una justicia reformada: juicio oral y Ministerio Público, el monopolio de los jueces letrados para el juzgamiento de todo tipo de delitos, fue un aspecto que se mantuvo entonces (y hasta ahora) fuera de la discusión legislativa.

A dos décadas de la reforma al procedimiento penal, y en pleno proceso de redacción de una nueva Constitución, ¿Existen motivos suficientes que justifiquen la introducción de un juicio por jurados en Chile? Mi respuesta, lo adelanto, es que más relevante que la incorporación de legos al juzgamiento de delitos, es adoptar una estructura idónea que permita evitar algunos de los inconvenientes que han perseguido a los jurados a lo largo de su historia reciente. Para ello, resulta necesario, antes que todo, tener claridad acerca de las expectativas del rol que un jurado puede o no puede desempeñar.

Un primer motivo que podría aducirse a favor de la instauración del juicio por jurados es la desconfianza endémica de parte de la población chilena hacia el Poder Judicial. En efecto, en los últimos 25 años, la confianza en el poder judicial nunca ha superado el 36%, alcanzando un pobre 24% el año 2018[2]. Asimismo, un estudio de la Defensoría Penal Pública que analizó la percepción de la población sobre los actores del sistema de justicia reveló que un 82% los evalúa de forma deficiente en 2020. La desconfianza hacia la administración de justicia en nuestro país trasciende uno u otro sistema de enjuiciamiento criminal: para los índices de percepción, la presencia de un procedimiento inquisitivo o uno reformado de corte adversarial, resulta en principio indiferente.

Ahora bien, ¿permitiría la introducción de un sistema de jurados mejorar dicha percepción? La respuesta a dicha pregunta pasa necesariamente por sopesar las perspectivas que se tengan al respecto. Si las expectativas de la ciudadanía sobre el sistema de justicia pasan por aumentar las penas, criminalizar ciertas conductas hoy impunes, aumentar los índices de prisión preventiva o introducir más derechos para las víctimas de delitos, la solución no pasa por la introducción de un sistema de jurados[3].

La imposición de mayores sanciones o un aumento de penas, demandas que podría considerarse gozan de un importante (aunque discutible) respaldo popular, o la necesaria actualización del catálogo de conductas punibles, requieren de una reforma integral a la legislación penal que nos rige. Por su parte, la prisión preventiva -paradigma del clamor popular contra la impunidad- no está (en prácticamente ningún sistema) a cargo de jurados. Aun así, en Chile en la inmensa mayoría de los casos en los que se solicita esta medida es efectivamente concedida (véase Análisis sobre la Prisión Preventiva). El clamor popular, a este respecto al menos, pareciera no tener sustento efectivo.

Ahora bien, vinculando de alguna forma al jurado con las mencionadas demandas, se podría pensar que los ciudadanos legos serían más propensos a condenar que los jueces letrados, calificados peyorativamente de garantistas. De ser ello efectivo, podrían los jurados cumplir con algunas de las expectativas reseñadas. Pero ¿es el jurado efectivamente más punitivista que los jueces letrados? No necesariamente. Estadísticas referidas al sistema argentino (véase Schiavo) indican que las tasas de absolución y de condena no difieren significativamente entre tribunales letrados y jurados. Así, tanto quienes postulan los aspectos positivos de la implementación del juicio por jurados, como sus críticos, difícilmente pueden apoyar su argumento en mayores o menores tasas de condenas.

Ahora, más allá de lo anteriormente dicho, existen buenas razones para adoptar un sistema de jurados en Chile.

La legitimidad democrática del jurado es algo que jamás podrá tener un juez profesional. La incorporación de la ciudadanía en el proceso deliberativo propio de la judicatura es un poderoso instrumento democrático. Como sostuvo Feuerbach hace más de 200 años, el sistema de jurado es inherente a la administración de justicia de un estado democrático, en el cual el poder proviene de la voluntad popular.

Si la legitimidad democrática es el sustento del sistema de jurado, la motivación de la sentencia es el elemento que confiere legitimidad a la resolución del juez letrado. Salvo que se opte por un tribunal escabinado, resulta desaconsejable en un sistema de jurado puro, pedirle a dicho órgano que motive su veredicto. En todo caso, la ausencia de motivación del veredicto, no pareciera tampoco ser una exigencia sine qua non exigida por la justicia supranacional[4].

La decisión que se adopte, a este respecto, debiera ser binaria. Una experiencia disonante a este respecto es el caso de España, país donde por exigencia constitucional los jurados se encuentran obligados a motivar sus decisiones, razonando en torno a la prueba. En efecto, en España, el legislador, a través de la Ley Orgánica 5 de 1995, ha optado por un sistema “puro”, anglosajón, sin embargo se trata de un sistema anglosajón “sui generis” por exigir que el veredicto sea motivado (art. 61.1 d LOTJ); recurriendo dicho órgano al auxilio en la redacción del acta de votación del veredicto por parte de un oficial o secretario. Exigirle a un órgano conformado por legos que despliegue una función propia de un juez letrado, puede generar inconsistencias, tal como pareciera, ha sido blanco de críticas en dicho país (véase Asencio).

Ahora, en cuanto a la evaluación de los hechos no existen razones suficientes para sostener que un juez letrado se encontraría en mejores condiciones para efectuar dicha tarea que un jurado. Un estudio estadounidense de 1989, en el cual se entrevistó a 1000 jueces, concluyó que “una abrumadora mayoría de dichos jueces federales y estatales (99% y 98%) afirmaron que normalmente los jurados realizan un serio esfuerzo por aplicar la ley tal como fueron instruidos”. Las criticas que a este respecto podrían formularse a un sistema de jurado, parecieran ser más que nada prejuicios.

Un desafío adicional de un buen sistema de jurados pasa por consagrar mecanismos de designación democráticos y equitativos para quienes desempeñen el rol de jueces legos. Si bien este es un punto que pudiera parecer obvio, la experiencia histórica nos muestra diversos casos en los cuales los jurados han sido cooptados por órganos públicos, o incluso han sido seleccionados por instancias que propenden a escoger ciudadanos con ciertas preferencias ideológicas, en desmedro de otras. Así, por ejemplo, en la Francia del Directorio y en el Segundo Imperio alemán la designación de jurados estaba a cargo de órganos políticos. A esto es precisamente a lo cual se opuso Feuerbach en 1812, al tachar de revisionista el sistema de jurados de la Francia napoleónica.

Como consecuencia de lo recién señalado, en Alemania y en Austria, en las primeras décadas del siglo XX, la designación de miembros del jurado recaía fundamentalmente en personas de tendencia conservadora, incidiendo ello en ciertos casos en el resultado del juicio. Un ejemplo paradigmático de ello es el llamado “Schattenprozess”, juicio desarrollado en Austria en 1927 en contra de un grupo de extremistas de derecha que atentaron en contra de militantes de izquierda que se encontraban reunidos. Finalmente, los 7 acusados fueron absueltos por un jurado de tendencia conservadora, invocando una supuesta legitima defensa y calificando a los autores de hombres honorables. Ello llevo a la quema del palacio de justicia de Viena y a la muerte de 89 manifestantes.

Hechos como este, llevaron a la pérdida de confianza de la ciudadanía en los jurados. Precisamente, cuando en 1924 dicha institución fue finalmente abolida en Alemania, siendo sustituida por un sistema de escabinado, lo cierto es que a nadie le importó mayormente.

Para finalizar, se ha argumentado (Accatino et al.) que la instauración de un sistema de jurados no resultaría prioritaria, al existir urgentes reformas a la justicia, aun pendientes. Dicha crítica no resulta atendible. La implementación de un sistema de jurados, no compite ni se contrapone con otras reformas necesarias que se pudieran implementar en este ámbito. Por el contrario, la inversión sostenida en reformas a la justicia debiese reflejarse en beneficios directos a la ciudadanía. Reformar la justicia, es invertir en democracia.

[1] El principal incentivo para introducir un sistema de jurados provino de la revolución de 1848 en Alemania. Ella derivó en que el art. VIII de la Constitución de la Paulskirche en Frankfurt, fruto de dicho impulso revolucionario, dijera “Los jurados deberán juzgar todos los casos de delitos graves y simples delitos de carácter político”. Este texto fue aprobado unánimemente, sin discusión, por la Convención Constituyente. Como sabemos, la constitución de 1848 fracasó y no fue implementada. A pesar de ello, la mayoría de los reinos alemanes introdujeron con posterioridad a dicha experiencia sistemas de jurado, bajo el modelo francés.

[2] Ello pareciera ser un síntoma común en todos los países de la región, en donde los índices de confianza fluctúan generalmente entre el 15% y el 30%.

[3] Como algunos profesores de derecho recientemente hicieron notar (véase Accatino et al.), los índices de confianza en el Poder Judicial son inferiores en aquellos países que cuentan con jurados (21,30%, en promedio) que en aquellos que cuentan exclusivamente con jueces profesionales (25,47% en promedio).

[4] En el caso “Taxquet vs. Bélgica” (2010), la Corte Europea de Derechos Humanos estableció que la exigencia de motivación de los veredictos por parte de un jurado, se abastece totalmente con las instrucciones, preguntas y aclaraciones que el juez imparte. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, mediante sentencia de 08 de marzo de 2018, en “Caso V.P.C. y Otros vs. Nicaragua” sostuvo que en el caso de los jurados, la necesidad de motivación se entiende cubierta debido a la participación directa de la ciudadanía en el proceso.

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